Carlos Sánchez-El Confidencial

  • Los banqueros centrales son hoy más poderosos que nunca. Pero ese poder emana de las deficiencias del sistema económico, construido, precisamente, por las políticas de los gobiernos. Conviene no matar al mensajero

La idea de que los banqueros centrales gobiernan el mundo es atractiva. Y hay muchas razones poderosas para creer que es así. Draghi, Lagarde, Bernanke, Yellen y, por supuesto, Greenspan, el primero en convertirse en una estrella mediática, son hoy personajes populares y su poder es casi infinito. No en vano, son los mayores tenedores de deuda pública del mundo y sus movimientos influyen de forma determinante en las decisiones que toman familias y empresas. 

Pocos conocen, sin embargo, a Wim Duisemberg, primer presidente del BCE, a Karl Otto Pöhl, el banquero de hierro durante la década que dirigió el Bundesbank en los años 80, o, incluso, a Wiliam McChesney Martin, quien durante dos décadas fue presidente de la Reserva Federal y autor de la metáfora más célebre y manoseada de la cofradía de banqueros centrales. «Nuestro trabajo», dijo en una ocasión, «es retirar el ponche [era un puritano] cuando la fiesta comienza a animarse». Menos populares son Montagu Norman, Hjalmar Schacht, Benjamin Strong o Émile Moreau, sin embargo, los cuatro banqueros centrales que salvaron al mundo del colapso durante los años 20 del siglo pasado tras la Gran Guerra y su trágica consecuencia en forma de hiperinflación.

Los generales del dinero eran señores de negro —algo avinagrados— que eran escogidos por los políticos entre la élite de la banca privada 

Pese a su importancia histórica, nunca fueron populares. Probablemente, porque los generales del dinero eran señores de negro —algo avinagrados— que eran escogidos por los políticos entre la élite de la banca privada. 

Ya más recientemente, a medida que las economías de los países más ricos del planeta fueron entrando en crisis sucesivas, los banqueros centrales comenzaron a verse como los enemigos del pueblo. Este es el caso de Paul Volcker, al que muchos han considerado como el banquero más importante de la segunda mitad del siglo XX. El gigantón Volcker, medía más de dos metros, suministró tanto aceite de ricino a la economía (que se lo digan a Latinoamérica y su década perdida) que durante años fue odiado por la clase trabajadora de EEUU y de medio mundo pese a que el purgante dio sus frutos (a costa del empleo y del crecimiento a corto plazo). Hoy, sin embargo, es el icono en el que se miran los banqueros centrales. Todos quieren ser como Volcker: independientes del poder político, con don de gentes (vivía con sus estudiantes en la Universidad) y con una personalidad arrolladora. Sus enfrentamientos con Reagan, en aquel momento el dios de la política, fueron legendarios porque la Administración estadounidense gastaba mucho más de lo que ingresaba y necesitaba ganar elecciones.

Poder supremo

Su fama, en todo caso, no es comparable a la de los actuales banqueros centrales. No porque estos lo hayan buscado —no es el caso de Greenspan, que convirtió su mandato en un espectáculo mediático y hasta Bob Woodward le dedicó un libro con un título que lo dice todo, Maestro—, sino porque los desequilibrios macroeconómicos generados por eso que se ha llamado, no sin cierto reproche, neoliberalismo les ha concedido un poder supremo. Nunca antes el mundo ha estado más pendiente de lo que decidan la Reserva Federal o el BCE. 

Esto se debe a que los banqueros centrales se han visto obligados a tapar las vergüenzas del sistema económico, al que de vez en cuando se le rompen las costuras. Una veces, por la aparición de crisis vinculadas a la existencia de fuertes desequilibrios en las balanzas de pagos tras el fin del patrón oro; otras veces, por la existencia de políticas fiscales expansivas no soportadas por la productividad, y, en ocasiones, porque el achatamiento de las bases imponibles iniciada en los años 70 acabó por generar cuantiosos déficits fiscales que necesariamente tenían que desembocar en crisis que solo los bancos centrales podían sofocar dándole a la máquina de hacer billetes. Una especie de monetización de los déficits por la puerta de atrás. Sin contar las liberalizaciones y privatizaciones desmesuradas que han dejado a muchos a la intemperie; la globalización, que ha redistribuido el PIB mundial en contra de los países avanzados, o la irrupción de nuevas tecnologías, que ha supuesto un terremoto en el ecosistema industrial y laboral, lo que de nuevo ha tenido que ser compensado con políticas monetarias expansivas ante los límites de la política fiscal. De ahí radica el poder de los bancos centrales. 

Los banqueros centrales se han visto obligados a tapar las vergüenzas del sistema económico, al que de vez en cuando se le rompen las costuras 

El resultado final es obvio. Los balances de los bancos centrales han crecido varias veces respecto de los niveles de hace un par décadas. Algo que explica la aparición de burbujas —ya sean de crédito o inmobiliarias— que como sucede con todas las inflamaciones no deseadas desde la célebre burbuja de los tulipanes tienden a explotar, lo que a su vez provoca nuevas intervenciones de los bancos centrales, que están obligados a hacerlo para evitar un estallido social. En definitiva, un círculo vicioso. La alternativa sería recortar el gasto público, pero entonces el conflicto social estaría asegurado. Los ciudadanos tienen derechos y no están dispuestos a recortar sus índices de bienestar. Ni tampoco los gobiernos están por la labor de perder las elecciones. 

Así es como la economía financiera —basada en la emisión de activos cada vez más sofisticados y complejos y menos comprensibles incluso para quienes los emiten— ha ido desplazando a la economía real. ¿La consecuencia? Los banqueros centrales se han convertido para muchos en los nuevos amos del mundo. Habría que retroceder a los años 20 del siglo pasado, en medio de la hiperinflación alemana, para encontrar un momento histórico en que su acción haya sido tan determinante.

Y esto es así no porque lo hayan pretendido, al fin y al cabo su mandato se circunscribe a los aprobado por los parlamentos nacionales. O, en el caso del BCE, a un organismo supranacional, sino porque el sistema, con sus continuas crisis, está averiado, por lo que hay que echar mano de su capacidad para crear dinero artificialmente en aras de financiar el funcionamiento del sistema económico. Ya sean las pensiones, la protección de los parados, los ingresos mínimos vitales, las infraestructuras o, incluso, partidas del Estado de bienestar que no se pueden financiar porque al mismo tiempo se han achatado las bases fiscales para competir con países que carecen de un sistema impositivo digno de tal nombre. Incluso el ensanchamiento de la desigualdad ha tenido que ser suavizado por políticas monetarias expansivas ante la insuficiencia de las políticas fiscales progresivas que graven más a quienes más tienen. Algo que ha sido posible gracias a que la globalización, que trajo un intenso proceso desinflacionista, les hizo el trabajo a los banqueros centrales, por lo que pudieron mantener una política de tipos de interés bajos desde los años 90. Eran los tiempos de aquella teoría absurda que se llamó la Gran Moderación, una especie de fin de la historia, pero en la economía. 

Lo cierto es que la deuda pública en la eurozona ha pasado de representar un 66% a comienzos de siglo a un 94%, lo que explica la atención que se le presta hoy a los tipos de interés. Cuando los tipos estaban por encima del 12-14%, no hace tanto tiempo, a muy pocas familias les preocupaba lo que decidía el Banco de España. Ahora ocurre todo lo contrario. 

Los banqueros se equivocan, y mucho, pero conviene no liquidar un error con otro porque entonces tendríamos dos errores 

Cada movimiento, aunque sea de un cuarto de punto, se convierte en un drama nacional. No solo porque pone en apuros al Gobierno de turno, al fin y al cabo, la deuda pública es, en última instancia, deuda privada, sino porque la economía financiera, lo que se ha llamado proceso de financiarización, ha creado mercados descomunales que influyen en el ahorro de las familias y de las empresas, y cuyo impacto se traslada necesariamente al mercado hipotecario. Tan solo tres gestoras (BlackRock, Vanguard y State Street) gestionan fondos por valor de 22 billones de dólares, alrededor de 20 veces el PIB de España. Y es que, aunque parezca mentira, también el exceso de ahorro que no se invierte (en buena medida fruto del ensanchamiento de la desigualdad) influye en las sacudidas que periódicamente golpean al sistema. 

Es por eso por lo que para muchos, también para Esteban Hernández, el jefe de opinión de este periódico, la democracia debe entrar en el sancta sanctorum de los bancos centrales. Al fin y al cabo, ellos son los que gobiernan el mundo. En un reciente artículo, parte de una afirmación impecable: «Sabemos», sostiene, «que los dirigentes políticos pueden ser expulsados del poder gracias a las elecciones, pero no lo que sucede cuando los banqueros centrales y sus equipos se equivocan. ¿Qué ocurre cuando toman medidas perjudiciales para esa salud económica a la que tanto invocan? ¿Cuáles son los controles públicos a los que se someten? ¿Cuál es su responsabilidad y cómo la pagan?».

El mal estaba hecho

Tiene razón Hernández. Los banqueros se equivocan, y mucho, pero conviene no liquidar un error con otro porque entonces tendríamos dos errores. La estrategia del BCE en la anterior crisis —no así la Reserva Federal o el Banco de Inglaterra— fue un desastre y solo reaccionó, tras las célebres palabras de Draghi, cuando el mal estaba hecho. El BCE, diseñado a imagen y semejanza del Bundesbank, sin embargo, aprendió del error y tras la irrupción del covid cambió de estrategia e impulsó políticas monetarias ultra expansivas que son las que ahora tocas a su fin. 

El que fallara el BCE, sin embargo, no exime del problema de fondo de la crisis del euro, que en términos generales hay que vincular al diseño de la moneda única. Y, en particular, a los escasos avances en la convergencia fiscal. La responsabilidad de este desajuste no descansa en Fráncfort, sino en la política, en los gobiernos. En concreto, en el eje Bruselas-Berlín. Al César lo que es del César. 

Es verdad que también el BCE se ha equivocado en la actual crisis a la hora de evaluar el impacto de la guerra y de la salida del covid sobre la inflación (cuellos de botella o aumento de los precios de las materias primas energéticas), pero en este caso porque los banqueros centrales saben mucho de tipos de interés y de políticas macroprudenciales, pero poco de geopolítica, lo que ha hecho que la guerra les haya cogido con el pie cambiado. 

La materia prima con la que se construye la lucha contra la inflación es la credibilidad, al contrario que en la política 

Los gobiernos, por el contrario, saben más de geopolítica, pero en sus análisis, necesariamente, introducen un sesgo en favor de sus intereses políticos. No es que los banqueros centrales sean ideológicamente asexuados, que por supuesto tienen la suya, sino que sus incentivos para hacer una correcta evaluación de la situación económica son mayores. Entre otras razones, porque la materia prima con la que se construye la lucha contra la inflación (que es su mandato principal) es la credibilidad, al contrario que sucede en la política, cuyo principal incentivo es ganar las siguientes elecciones, lo cual, dicho sea de paso, es legítimo. 

No es de extrañar por eso que en las democracias avanzadas los bancos centrales hayan sido diseñados bajo el principio de autonomía respecto del poder político. O independencia, como se prefiera, gracias a los largos mandatos de sus miembros para no hacerlos coincidir con los ciclos políticos. Entre otras razones, porque hay muchos ejemplos —el de España sin ir más lejos— que han demostrado que cuando un banco central es el apéndice del Gobierno las cosas salen mal. Argentina o la dictadura de Franco con sus devaluaciones de la peseta son un buen ejemplo de bancos centrales capturados por el poder político. ¿Se imaginan que en pleno siglo XXI fuera el ministro de Economía de turno quien controlara la fiscalización del sistema financiero? ¿O que la política de tipos de interés estuviera condicionada por el horizonte electoral?

El poderoso Reagan

No significa esto, sin embargo, que los banqueros centrales puedan hacer de su capa un sayo. En absoluto. Es verdad que son ellos quienes fijan los objetivos de política monetaria, pero sus estatutos y su perímetro de actuación no caen del cielo. Muy al contrario, lo aprueban los gobiernos. En EEUU, por ejemplo, se decidió que la Reserva Federal no sólo atendiera a los agregados monetarios para luchar contra la inflación, sino también al empleo y el avance del PIB, algo que en el Tratado de la UE se pasa de puntillas. Nadie diría que la Fed no es independiente. 

¿Es mejor que todos los poderes descansen en el Gobierno de turno por el simple hecho de que ha sido elegido en las urnas? 

El poderoso Reagan, incluso, tuvo que aguantar a Volcker pese a que este había sido nombrado por Carter. Simplemente, porque la democracia se basa en un equilibrio de poderes, y de ahí la importancia de instituciones independientes (o así deberían ser), como los órganos de competencia, las autoridades de responsabilidad fiscal o los propios bancos centrales.

 

¿O es que es mejor que todos los poderes —incluida la política de tipos de interés o el sistema judicial— descansen en el Gobierno por el simple hecho de que ha sido elegido en las urnas? Cosa distinta es que se marquen las reglas de juego en aras de lograr que los bancos centrales no funcionen como entes alejados de la realidad económica. O que se limite su margen de actuación para impedir que puedan entrometerse en cuestiones ajenas a su mandato. Pero convertirlos en una dirección general más del Ministerio de Economía sería un error garrafal. Hay evidencias de que las economías avanzadas que contaron entre 1979 y 1999 con unos bancos centrales más independientes lograron contener mejor la inflación.

 

De hecho, no es incompatible tener una visión técnica de la economía, sin duda necesaria en un entorno cada vez más complejo, y al mismo tiempo estar pegado a la realidad y a las demandas sociales. Cuando el Banco de España, por ejemplo, evalúa el impacto que puede tener sobre la economía la subida del salario mínimo, lo hace según su metodología y a tenor de sus propias conclusiones, pero elevar o congelar el SMI es en última instancia una decisión política. Y así debe entenderse. Sus informes no son sagrados ni un bebedizo que hay que ingerir a pies juntillas. Son, simplemente, informes, y son los gobiernos quienes deben decidir, pero siempre es mejor que el piloto haya pasado previamente por la academia de aviación para evitar tentaciones suicidas. Es lo que tiene la democracia, que hay que repartir el poder.