Juan Carlos Girauta-ABC

  • Los nuevos Chamberlain y los nuevos Blum tienen otras nacionalidades. De hecho, su espíritu impregnaba hasta ayer la Unión Europea

EN abril de 1937, Roosevelt pidió a Hitler que se comprometiese a no agredir durante diez años a una serie de países, entre ellos los agredidos dos años después. El genocida interpretó lo que cabía esperar y despachó el asunto con un discurso lleno de desprecio. Sus diplomáticos y espías tenían pruebas documentales de lo que era un secreto a voces: en modo alguno prestaría EE.UU., llegado el caso, apoyo a Francia y Gran Bretaña. Desde la llegada de Hitler al poder se sucedieron decisiones desatinadas. Se dirá que la valoración es fácil a toro pasado. Elijan contraargumento:

Uno: los hechos fueron los que fueron y el resto son especulaciones, ucronías, hipótesis contrafactuales. Dos: Churchill sí le vio las orejas al lobo muy pronto. Afeó a su gobierno los llamamientos a Francia para que complaciera al alemán reduciendo sus efectivos militares. «Ni siquiera el führer había contado con la posibilidad de que Gran Bretaña tratase de impedir que los franceses se defendieran», observa Paul Johnson. Que le pusieran las cosas tan fáciles sorprendió al propio Hitler, que iba obteniendo lo que quería sin resistencias de la izquierda -los socialistas franceses se opusieron a prolongar el servicio militar- y con el beneplácito de la derecha: «Mejor Hitler que Blum».

La izquierda inglesa estuvo durante décadas seducida por el estalinismo y trufada de espías al servicio de la URSS. Por supuesto, su propaganda triunfaba entre aquella parte del laborismo que no era consciente de tanta penetración: «La izquierda, en general, trató de mantener desarmada a Gran Bretaña». Escribió Lansbury, líder laborista: «Yo clausuraría todos los centros de reclutamiento, disolvería el ejército y desarmaría a la fuerza aérea». Imaginen por un momento lo que habría sido de su país sin fuerza aérea. En cuanto a lo que ocurriría después, baste recordar que a nueve días del inicio de la guerra se firmó el Pacto Ribbentrop-Mólotov. Los comunistas franceses, entre otros, conocerían para su desgracia cuánto podía esperar de Stalin un estalinista.

Ocho décadas largas después, el mundo es otro, pero está formado y gobernado por hombres que son iguales. La naturaleza humana no cambia aunque las tecnologías se revolucionen, y con ellas, las costumbres y la visión de la realidad.

Ocho décadas largas después, un político español llamado Pedro Sánchez, declaró: «Sobra el Ministerio de Defensa». Ese hombre llegó al Gobierno de España y, junto a los nuevos Lansbury, los nuevos Chamberlain y los nuevos Blum, mantuvo la insensata política de desprecio al poderío militar que venía siendo tradicional en España. No es el caso de Francia y Gran Bretaña, que habían aprendido la lección. Los nuevos Chamberlain y los nuevos Blum tienen otras nacionalidades. De hecho, su espíritu impregnaba hasta ayer la Unión Europea, del mismo modo que aquel primer Roosvelt vuelve a ocupar el despacho oval.