Este sábado, Israel ha lanzado uno de los ataques más mortíferos en lo que va de guerra en el campo de refugiados de Mawasi, al oeste de la localidad de Jan Yunis, en el sur de la Franja de Gaza. Al menos 71 personas habrían perdido la vida.
Las cifras de fallecidos y heridos las han ofrecido los servicios de emergencia gazatíes en manos de Hamás, por lo que, como en el resto de informes de bajas, la fiabilidad de los datos debe ser puesta en cuarentena.
Aún así, es evidente que un ataque tan devastador como este, y en un territorio declarado «zona humanitaria» por las fuerzas armadas israelíes, donde residen miles de palestinos forzosamente desplazados al comienzo de la operación militar en Rafah, proyecta una imagen negativa ante la opinión pública internacional.
Y contribuye a aumentar la presión sobre un Benjamin Netanyahu cuya popularidad atraviesa su peor momento. Además de afrontar protestas ciudadanas cada vez más multitudinarias en las calles contra su Gobierno, casi tres de cada cuatro israelíes piensa que el primer ministro debería dimitir por los fallos de seguridad que permitieron la incursión de los terroristas el 7 de octubre.
Según Tel Aviv, el objetivo del ataque era acabar con Mohamed Deif, el líder militar de Hamás en Gaza, y uno de los principales responsables de los atentados del 7-O que motivaron la invasión de la Franja.
En su rueda de prensa de la tarde del sábado, Netanyahu no ha aclarado si el ejército israelí ha logrado eliminar a Deif. De haberlo hecho, se habría apuntado un importante tanto y habría infligido un duro golpe a Hamás. Este jefe militar está considerado el número 2 del grupo terrorista, y su eliminación supondría un avance determinante en el propósito de Netanyahu de destruir la infraestructura militar de los milicianos palestinos.
Al mismo tiempo, el asesinato de un líder de Hamás haría peligrar previsiblemente las negociaciones en marcha entre los mediadores estadounidenses, egipcios y qataríes que estaban tratando de acercar posturas entre Israel y el grupo armado para el plan de paz. El viernes, Joe Biden había asegurado que ambos habrían llegado a un acuerdo sobre el «marco integral» del plan en tres fases propuesto por EEUU para lograr un alto el fuego y la liberación de los rehenes.
La aniquilación de Hamás es uno de los «objetivos» que Netanyahu considera que sólo una vez alcanzados permitirán acabar con la guerra. El problema es que desmantelar completamente al grupo terrorista, que se conduce como una guerrilla a través de túneles y que está mimetizada con la sociedad gazatí, plantea serias dificultades, lo cual retrasa a su vez el regreso de los rehenes. Esta honda infiltración entre la población civil es lo que hace que las operaciones destinadas a acabar con los cabecillas de Hamás suelan saldarse con grandes masacres.
Por eso, crecen en Israel las voces contra la inflexibilidad de los objetivos de Netanyahu. Un 64 % de la población cree que Israel debería llegar a un acuerdo de alto el fuego con Hamás que permita liberar a los rehenes israelíes que todavía permanecen en Gaza. Y al menos una parte del generalato habla en privado a favor de una tregua, mientras el gobierno se enroca en que esto sólo serviría para dar oxígeno a Hamás.
Pero esta obstinación condena a Israel a una campaña sin final a la vista (que se ha cobrado la vida de más de 300 soldados), y a Gaza a una ocupación sine die. La guerra, la más larga que Israel ha mantenido contra sus enemigos, ya dura casi nueve meses. Pero puede convertirse en un conflicto interminable si no se traza un plan posbélico para la Franja, y mientras Netanyahu no sea capaz de trazar la línea que separa el legítimo ejercicio del derecho a la defensa de las ofensivas indiscriminadas contra la población civil.