CARLOS Sánchez-EL CONFIDENCIAL

Los jueces hablan por las sentencias que dictan, pero también por lo que sugieren entre líneas. Y la sentencia del Supremo es un auténtico tratado de hermenéutica jurídica

Se suele afirmar que los jueces hablan a través de las sentencias o los autos que firman, pero una cosa es lo que se escribe —lo visible— y otra muy distinta lo que se quiere decir entre líneas, y que, a menudo, solo se sugiere de forma velada. Subrepticia. Hasta el punto de que a veces lo subterráneo, lo oculto tras la farfolla legal, es tan importante como los propios fallos judiciales.

Y la sentencia del ‘procés’, en este sentido, es un monumento a expresiones y juicios de valor, muchos de ellos alejados de lo estrictamente penal, que, en realidad, hay que leer a la luz de la hermenéutica jurídica. Ya se sabe, el arte de interpretar un texto legal. Probablemente, porque los magistrados del Supremo, que han firmado una sentencia muy política en el sentido literal del término, han intentado pasar por encima de polémicas estériles y, de paso, no dar pie a recursos que pongan en apuros la sentencia ante instancias europeas o ante el propio Tribunal Constitucional (aunque esto sea más difícil). Pero también porque han querido enviar algunos recados a los políticos a través de un fallo que se estudiará en las facultades de Derecho

Eso explica que buena parte de las 493 páginas sean en realidad un delicado equilibrio entre lo jurídico y lo político. Entre lo que se puede decir y lo que se quiere sugerir. En particular, en cuestiones como la definición penal del término ‘violencia’, la personación de los partidos en procedimientos penales, la interferencia de los políticos en el juicio o la cuantificación de la malversación, que se limita a poco más de 250.000 euros, muy lejos de los más de 1,6 millones (posteriormente ampliados) que llegó a calcular el juez Llarena en su auto de procesamiento de mayo de 2018.

1.- La violencia

El primer mensaje está destinado a los redactores del artículo 472 del Código Penal, que es ciertamente vago e impreciso (¿cómo se mide el grado de violencia?), lo que obliga a los magistrados —las sentencias son también fuente del derecho— a interpretarlo por su cuenta y riesgo. Por cierto, dejando al pie de los caballos al instructor Llarena y a la propia Fiscalía, que habían interpretado el 472 de forma verdaderamente expansiva; probablemente, porque al calificar los hechos como rebelión, lo que en realidad se buscaba (artículo 384 bis de la Ley de Enjuiciamiento Criminal) era que los ahora condenados no pudieran acceder a cargo público, lo que se consiguió.

Para ello, el juez Llarena y la propia Fiscalía abarataron el concepto de ‘violencia’. Pese a que uno de los ponentes de la reforma del Código Penal, el catedrático Diego López Garrido, ha dejado por escrito que “los legisladores de 1995 entendimos por rebelión una sublevación o insurrección con visible ostentación de fuerza física y con capacidad para llevar a cabo esa finalidad, evidentemente contraria a la Constitución”. Esa ambigüedad que se refleja en el texto, en todo caso, es lo que explica la controversia sobre si hubo utilización de la violencia, a menudo confundida con desórdenes violentos.

Los magistrados, en aras de no polemizar, lo plantean de una manera inteligente: “Responder a si hubo o no violencia no se puede hacer con un monosílabo”. Es decir, sí o no, ya que ello supondría “incurrir en un reduccionismo analítico que esta sala —por más que se haya extendido ese discurso en otros ámbitos— no puede suscribir”. Es más, según la sentencia, “la violencia tiene que ser una violencia instrumental, funcional, preordenada de forma directa, sin pasos intermedios, a los fines que animan la acción de los rebeldes”. Estamos, por lo tanto, ante un tribunal que no solo es sentenciador sino, también, legislador. Sin duda, porque la técnica jurídica utilizada en su día fue deficiente para un asunto tan grave, lo que explica que ahora algunos partidos quieran reformar el texto. Los jueces no solo interpretan las leyes sino que legislan.

2.- La protección del Estado

La sentencia no solo tiene transcendencia penal sino que también incorpora consideraciones que tienen más que ver con el derecho constitucional o, incluso, con el debate político. Los magistrados sugieren entre líneas que hay que revisar el concepto de soberanía, pero no en los términos que pretenden los independentistas. Muy al contrario, recuerdan que “la protección de la unidad territorial de España no es una extravagancia” sino que, por el contrario, está presente en la práctica totalidad de las constituciones europeas. La Constitución francesa, por ejemplo, deja muy claro que “Francia es una República indivisible”.

Ahora bien, dicho esto, se sugiere que “asistimos a una transformación de la soberanía, que abandona su formato histórico de poder absoluto, y se dirige hacia una concepción funcional, adaptada a un imparable proceso de globalización”. Es decir, una especie de suavización del concepto de soberanía, pero en un sentido centrífugo (hacia afuera) y no centrípeto (hacia dentro), como buscan los soberanistas. Si algún día se reforma la Constitución, aquí está el mensaje, los ponentes tienen trabajo por delante para definir a la luz del siglo XXI el término ‘soberanía’, que durante dos siglos ha sido el elemento esencial del Estado-nación.

En todo caso, el mensaje es claro: “Ningún texto constitucional es perfecto”, dicen los magistrados. Es más, en su opinión, “su presentación como un bloque jurídico hermético, cerrado a cualquier propuesta de reforma, va en contra del propio significado del pacto constitucional. No existen los consensos perpetuos”. Todo un recado para los legisladores que no han tocado la Constitución (salvo el artículo 135 y un pequeño inciso para que votaran los extranjeros en las municipales) en 40 años de democracia.

3.- La sedición

El tribunal lanza dos mensajes. Uno a los soberanistas. Es una “contradicción insalvable”, asegura, proclamar la independencia e inmediatamente después “dejarla sin efecto para volver al punto de partida y reclamar, no la independencia, sino la negociación con un ente soberano del que afirma haberse desgajado, aunque solo temporalmente durante unos pocos segundos”.

El segundo recado va dirigido a los constitucionalistas. Como se sabe, la sedición exige el alzamiento tumultuario con la finalidad de derogar la efectividad de leyes o el cumplimiento de órdenes o resoluciones de funcionarios en el ejercicio legítimo de sus funciones, pero “no faltan propuestas doctrinales que propugnan una interpretación actualizada de ese alzamiento público”. Más claro agua. También hay que poner al día el concepto de sedición, que es, precisamente, el tipo penal aplicado a los principales condenados, no vaya a ser confundido con el de desórdenes públicos, mucho más benigno.

¿Y en qué consistiría esa reforma? Lo que se plantea es que también abarque la interconexión de miles de personas que pueden actuar de forma convergente, sin presencia física, a través de cualquiera de los medios que ofrece la actual sociedad de la información. Es decir, una especia de sedición telemática (a través de las redes sociales) que ponga en peligro el orden constitucional. Más trabajo para los legisladores.

4.- La acusación popular

La presencia de partidos políticos en los juicios es un viejo asunto de controversia. Y sobre este asunto también se pronuncian los magistrados con un mensaje que no deja lugar a dudas. Hay que expulsarlos para garantizar la asepsia y el rigor en el proceso penal. Como se sabe, Vox, el partido de ultraderecha, ha ejercido la acción popular en el juicio, lo que le ha dado una visibilidad adicional respecto del resto de formaciones, pero es habitual ver al resto de partido defendiendo en realidad sus intereses electorales más que la verdad jurídica. “La presencia de partidos no es, desde luego, positiva”, dicen sin matices los magistrados.

Y lo que se argumenta es que se corre el riesgo de trasladar al ámbito jurisdiccional “la dialéctica e incluso el lenguaje propio de la confrontación política”. Para que no haya dudas, se recuerda que la Sala de lo Penal del Supremo ha llamado repetidamente la atención acerca de la necesidad de abordar una regulación de esta materia, algo que ya se intentó en su día, pero los trabajos de reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal fracasaron. “La sala”, se asegura, “coincide en la necesidad de limitar el ejercicio de la acción penal por las formaciones políticas”.

5.- El derecho a decidir, una falacia

Lo más llamativo de la sentencia es, sin duda, el hecho de que un proceso penal esté tan condicionado doctrinalmente por cuestiones constitucionales que exceden los hechos concretos, que es lo que se juzga. Hasta el punto de que los magistrados entran de lleno en una de las claves del ‘procés’, el llamado derecho a decidir, que, como aclara la sentencia, no aparece reflejado en la Constitución de 1978 ni en el Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006. Tampoco en los textos internacionales suscritos por España.

Aquí el mensaje es claro. El derecho a decidir, que califica de eufemismo, es lo mismo que la autodeterminación, y, por lo tanto, es ajeno a los tratados internacionales, lo que significa, ni más ni menos, que no hay espacio para celebrar consultas populares que supongan el desmembramiento del Estado, toda vez que España, en caso contrario, debería desistir de esos acuerdos. Ni siquiera apelando a la ‘vía Quebec’, al caso de Montenegro, Escocia o Kosovo, aunque se apele a la “simple regla de la mayoría”. Es decir, aunque haya mayoría independentista en el Parlamento, no hay nada que hacer.

Como recuerdan los magistrados, Canadá nace en 1867 como unión de entes territoriales, poblaciones y culturas preexistentes y un federalismo funcional sobrevenido. Es decir, se sugiere un contundente no a cualquier fórmula de compromiso que suponga «un análisis mimético de situaciones históricas notablemente diferenciadas». Como colofón, otro recado para quienes reclaman un referéndum: “La democracia presupone, es cierto, el derecho a votar, pero es algo más que eso. Supone también el respeto por los derechos políticos que el sistema constitucional reconoce a otros ciudadanos”.

6.- La interferencia de los políticos en la Justicia

El juez Marchena fue recusado por aparecer en un WhatsApp de Ignacio Cosidó, por entonces portavoz del Grupo Popular en el Senado, en el que se “jactaba” de tener controlado el CGPJ y el Tribunal Supremo “por la puerta de atrás”. Y lo que dice la sentencia es que la quiebra de la imparcialidad de un magistrado “solo puede valorarse a partir de los actos propios de ese magistrado”. Es decir, que no puede recusarse a alguien por lo que diga un tercero.

El texto de la sentencia deja claro que eso es “inaceptable” (mensaje para los partidos concernidos en el acuerdo) y, por lo tanto, los nombramientos no pueden trasladarse al ámbito político. Dicho en otros términos, que se abstengan los políticos de meter sus narices en la judicatura. Solo hay un problema, serán los políticos los que lleven a Marchena a la presidencia del Supremo y del CGPJ.

7.- Aviso para navegantes: la euroorden

La sentencia recuerda que los abogados defensores argumentaron la quiebra del principio de legalidad tras la decisión del tribunal de Schleswig-Holstein por la que se rechazó la euroorden cursada por España. Y lo que se hace es rechazar esa argumentación con un comentario dirigido a la propia Unión Europea (UE).

Lo que se dice es que aquella resolución del tribunal alemán, lejos de ser invocada como ejemplo a seguir, “debería ser considerada como la expresión de lo que puede acabar con el principal instrumento de cooperación judicial para preservar los valores de la Unión Europea”. Es decir, que la euroorden es hoy papel mojado.

Un juicio, sin duda, apresurado, y hasta imprudente, habida cuenta de que cada año miles de delincuentes son extraditados en el conjunto de la UE, sin que chirríe el sistema. En 2017, por ejemplo, se emitieron 17.491 euroórdenes, mientras que se ejecutaron 6.317. No parece que el sistema esté en la UCI. Otra cosa es que a Marchena y al resto de jueces no les guste el fallo del tribunal alemán, a quien el Supremo, ganando amigos, manda otro recado.

“Se incluyeron valoraciones de prueba sobre unos hechos que estaban siendo investigados en el marco de un procedimiento caracterizado por su complejidad y extensión. De su extraordinaria e inusual magnitud habla el dato de que incluya documentos cuya suma puede medirse por metros cúbicos. De un procedimiento que, en su versión digital, ocupa un repositorio que supera un terabyte”. Es decir, justicia al peso.

8.- Tercer grado

El último de los mensajes que envía la sentencia a quien quiera leerla es el dirigido a la Fiscalía. El fallo, como se sabe, renuncia a poner límites a los beneficios penitenciarios de los condenados, potestad que recae en la Administración catalana, que es quien tiene competencias. Ahora bien, no todo es lavarse las manos.

Como sostiene el fallo, el protagonismo de la capacidad jurisdiccional para revisar decisiones administrativas en el ámbito penitenciario es atribuido en el sistema judicial al fiscal. Es decir, que es el ministerio público quien debe “reaccionar frente a decisiones contrarias a la legalidad que ha de inspirar la ejecución de penas privativas de libertad”. Por lo tanto, si se incumplen las leyes, ahí está el fiscal para interponer el consiguiente recurso.