Jesús Prieto Mendaza-El Correo
Si no se reserva para la intimidad familiar la llegada de un excarcelado, el Estado de Derecho debe evitar la afrenta que para las víctimas supone que se acoja como un héroe a un asesino
Habitualmente miramos los actos conocidos como ‘ongi etorri’ desde una doble perspectiva. Una, la del perpetrador, es decir desde el universo de creencias de las personas y grupos que organizan los actos de bienvenida-homenaje a los terroristas de ETA que regresan a su pueblo después de cumplir condena por delitos execrables. Pero también, afortunadamente, desde el punto de vista de las víctimas del terrorismo, cuya indignación es más que comprensible ante la exaltación de aquellos que han sido la causa de su sufrimiento injusto.
Pasa más desapercibida, seguramente por arriesgada, la visión que de todo ello puede tener el propio victimario. A lo largo de años de terror, transversalizados por silencios, auto-prohibiciones y censuras fácticas, esta perspectiva ha sido enmudecida, sin embargo, puede resultar sumamente interesante. Me refiero a las posibles reflexiones del preso que ha cumplido una larga condena por actos de terrorismo perpetrados durante su vida en la clandestinidad a la que le llevó el impulso de los que ahora le rinden homenaje. Porque en el momento de su salida del penal las imágenes de lo que hubiera podido ser y no ha sido cruzarán por su mente. Instantes en los que la cruda realidad del expreso recorrerá el camino inverso al ya mencionado anteriormente: captación para la organización por el entramado civil de apoyo, clandestinidad, asesinatos, detención, juicio, condena y cumplimiento de esta.
Y tras el largo tiempo en prisión, que se ha acrecentado al negarle su propia organización la posibilidad de acogerse a beneficios penitenciarios y reducir los años de internamiento, vuelve a casa con más de la mitad de su vida, la mejor, dilapidada y para nada. Plantear esta posibilidad, el ejercicio de mirar ese homenaje desde la perspectiva del victimario puede sorprender, lo acepto, pero el esfuerzo, en este caso, merece la pena. Al hacerlo, desde esta mirada nueva, observamos llegar a su pueblo a un cincuentón ajado, que pasó a la clandestinidad siendo un veinteañero, alentado por aquellos que vivían tan ricamente; trabajo, mitin, manifestación, familia y kokotxas en el txoko el fin de semana, sembrando odio al diferente y predicando la liberación de un pueblo que decían oprimido en los ratos libres, con una dedicación digna de mejor causa, pero sin mancharse las manos de cloratita, amonal o sangre.
Aquellos que pisaban moqueta y que, ante la eventualidad de una condena o de una ilegalización, pactaban con la Fiscalía o asumían que, a futuro, todo lo que habían promovido anteriormente (el uso de la violencia para conseguir objetivos políticos) era ilegítimo, aceptando de paso la legalidad contra la que habían luchado, Ley de Partidos incluida. Es entonces cuando el ya expreso recuerda la dureza de la clandestinidad, la necesidad de cosificar a su víctima antes de asesinarla, su última mirada, el olor de la muerte y la orfandad, la visión de una viuda o una hija llorosas, el pasar infinito de los días en la cárcel, todos iguales, planteándose muchas preguntas que no acaba de verbalizar, tal vez porque prefiere no conocer las respuestas al estar controlado por el mismo mundo que le ha llevado a donde actualmente está. Y observa atónito cómo el país que le habían vendido como oprimido disfruta de unos niveles de bienestar y de un nivel de autogobierno impensables cuando él abandonó su entorno para ‘liberar’ a ese pueblo que siente que hoy mayoritariamente le da la espalda, igual que dio la espalda durante demasiado tiempo a sus víctimas.
Asiste, con una sonrisa forzada, a una bienvenida-homenaje orquestada por aquellos que le han hecho dilapidar su vida para nada y que le ofertarán ayuda en el futuro a cambio de seguir utilizándolo, como una especie de rehén simbólico, en manifestaciones a favor de los compañeros que ha dejado atrás y a los que les espera otro ‘ongi etorri’ parecido, si no han sido capaces antes de romper amarras y buscar la reinserción so pena de ser tachados de traidores. Y piensa el miembro de ETA que, más que un ‘ongi etorri’ el acto se le antoja más un ‘derrota eguna’, el de su vida truncada.
Decía el filósofo Reyes Mate, en el año 2012: «Nos encontramos en un momento decisivo, pues ETA y su entorno civil han abandonado el asesinato como instrumento político. Pero queda un paso crucial: el reconocimiento de la dignidad humana y la inviolabilidad de la persona. Lo cierto es que los violentos han abierto una puerta que, o les conduce a ese reconocimiento, o les retrotrae a la barbarie de una pandilla de mafiosos. Momento epocal, y crucial, pues si por un lado es mucho lo que podemos aprender y crecer, es también mucho, por otro lado, lo que podemos perder si esa reserva de sentido, almacenada en la experiencia de sufrimiento de tantas víctimas, la hacemos inservible».
Finalizo ya, añorando que ese mundo que habla del «respeto a todas las víctimas» diera ese paso por convencimiento ético, reservando para la intimidad familiar la llegada de un excarcelado. Si esto no ocurre, debemos señalar la importancia de evitar, con los recursos que nos ofrece la ley, el Estado de Derecho, la afrenta que para las víctimas del terrorismo supone el que se acoja como a un héroe a quien en su día tomó la decisión de asesinar a un semejante. Nuestra sociedad no puede permitir esa sinrazón. Se lo debemos a las víctimas.