RAFA LATORRE-EL MUNDO
LOS constitucionalistas, casi sin excepciones, de los partidos a la prensa, han acogido con una sospechosa benevolencia la declaración de la tríada Rajoy-Santamaría-Zoido. Es muy probable que la general falta de crítica responda a una cláusula patriótica o, por decirlo en lenguaje ochomesino, a las gafas rojigualdas con las que han decidido mirar el juicio a los processats. Tanto estos escrúpulos constitucionalistas como los atrevidos vítores independentistas responden a la fatua creencia de que la opinión de un testigo o el desahogo de un acusado son fuentes de derecho. El constitucionalismo puede liberarse de la pesada carga que se ha autoimpuesto. No sólo porque es una tarea melancólica la de pretender recuperar en los periódicos lo que se ha perdido en la sala, sino porque hay suficiente material probatorio como para que la sentencia sirva para que no haya que volver a jurar que todo aquello ocurrió.
A Soraya Sáenz de Santamaría la llamaron como testigo y ella acudió al juicio como una acusada. Sólo así se explica la contundente solvencia con la que aprobó el examen al que la sometió la acusación particular y la escandalosa insolvencia con la que respondió a las preguntas de las defensas. Lo bien que habló de política y la superficialidad de televidente con la que se encaró con los hechos. Ella debía de pensar, como casi todos, yo incluido, que los abogados de Vox iban a cargar como mamelucos y confundió la sala con un hemiciclo y la presente vista con una moción de confianza de ultratumba. No sé qué extraña redención perseguía la ex vicepresidenta pero terminó por facilitar el lucimiento de hasta los defensores menos talentosos.
Rajoy, Santamaría y Zoido dejan tras de sí la sensación de que en octubre de 2017 había en España un Gobierno plenamente consciente de lo que significa la soberanía nacional. Teniendo en cuenta lo que llegó después casi es para darse con un canto en los dientes. El problema es que tras de sí dejan también la certidumbre de que aquel Ejecutivo voluntarioso no tenía ni la más remota de idea de cómo acometer esos deberes constitucionales que tenía tan bien aprendidos. De ahí la imprecisión francamente lastimera de todo un ex ministro del Interior que zanjó su relato de la actuación policial el 1 de octubre con una coda salvaje: «Ellos sabrán por qué lo hicieron». Ellos son sus subordinados, a los que se refirió como «los operativos» con tal insistencia, que la enésima vez que los invocó ya fue inevitable pensar en el radical contraste entre los operativos estatales y los inoperantes gubernamentales.