MANUEL MONTERO-EL CORREO
- La voluntad popular expresada en las urnas no estaba por los saltos sociales
No hubiese sido posible la Transición democrática con la agresividad actual, con unos partidos que cuestionan la reconciliación nacional y con las hoy habituales definiciones sectarias de la convivencia. Subyace una interpretación según la cual la democracia, tal y como la tenemos, fue arrancada por las fuerzas progresistas. La presentan como un logro de parte, no un acuerdo. Olvidan algunas circunstancias, pues la desmemoria es hoy la medida de todas las cosas.
La gestación de la democracia, cuando la Transición y después, tuvo algunas singularidades. No dependió de que los partidos difundiesen los valores que le están asociados (libertad, tolerancia, pluralismo). Si estaban, ocupaban un lugar secundario en sus proclamas. Tampoco fue relevante la memoria de un modelo democrático. El recuerdo de la Segunda República no jugó este papel. Su identificación con la izquierda resultó fatal para ello, sobre todo porque ésta no la presentaba como un régimen de convivencia, sino como el que puso en su sitio a la derecha.
Los principios que se difundían en las postrimerías del franquismo apenas destacaban el pluralismo y la tolerancia. Quedaban por debajo de aspiraciones grupales, de clase o nacionales. No estaban entre las prioridades de los partidos. Las materias de las que estaban hechos sus sueños eran hacer la revolución social o lograr la liberación nacional. La democracia que llegó no fue la que habían proyectado «las fuerzas de progreso». La fuerza de los hechos llevó a rebajar aspiraciones y gestar la alternativa democrática tal y como la conocemos. No contaron las nostalgias dictatoriales, que no tuvieron fuerza electoral, pero tampoco las utopías de la oposición antifranquista. La Transición resquebrajó las posiciones de unos y otros.
Se impusieron otras circunstancias. En primer lugar, estaba la conciencia social, arraigadísima, de que bajo ningún concepto podían reproducirse las tensiones que llevaron a la guerra civil (esta idea se ha olvidado hoy). La convivencia -la aceptación de unas reglas de juego y de la legitimidad del opuesto- era la alternativa: la convivencia significaba democracia. Este estado de conciencia era general; entre los que se identificaban con los vencedores de la guerra o con quienes la habían perdido y en la gran masa que había combatido en uno u otro bando sin demasiadas convicciones, porque le tocó, la gran mayoría. La excitación vengativa que imaginaban -e imaginan- los partidos era cosecha de su imaginación. Tuvieron que adaptarse a una moderación ciudadana que no habían previsto, a juzgar por los discursos que hacían en los comienzos de la Transición. Tuvieron que dejar la ensoñación rupturista. Fue una «democracia de corte occidental», como solía decirse; una flojera desde las expectativas que se habían creado.
Cuando se inició el cambio tras la muerte de Franco, el repudio de las tensiones impidió la supervivencia de una dictadura crispada, pero también el desplazamiento hacia rupturismos que pusiesen en riesgo la convivencia. No fue, como hoy se fantasea, que los partidos de izquierda no se atrevieran a cambios más profundos. Es que aquello no daba más de sí, pues la gente -el electorado- no estaba por la labor.
La democracia que llegó no era el régimen de orden que quizás quería parte de la derecha, pero tampoco la democracia rupturista a la que aspiraban las «fuerzas de progreso», que incluían a la izquierda y a los nacionalistas.
Para estos grupos colectivistas -no tuvo peso ningún sector formado en el liberalismo individualista y los valores republicanos-, la democracia no era un fin en sí mismo. La veían como un primer paso para que llegase la transformación social o la aplicación de las autodeterminaciones nacionales. Al planteamiento le acompañaba la convicción de que la expresión de la voluntad popular liquidaría en un plis plas las alternativas burguesas o el Estado, a fuerza de repetirse que eran estructuras impuestas.
El esquematismo se demostró inexacto y el instrumento -la democracia- se convirtió en fin. Desaparecieron las aspiraciones revolucionarias: el sujeto consciente de la historia o no era tan consciente o no estaba por la labor.
La democracia provocó el abandono de los maximalismos obreristas o nacionalistas, no fue a la inversa. No sucedió que sus convicciones democráticas llevasen a relajar el rupturismo doctrinal. Llegó de forma forzada. La democracia -democracia formal o burguesa, se descalificaba también- se impuso porque la voluntad popular, expresada en las elecciones, dejó claro que la gente no estaba por la labor de los saltos sociales. Y llegaron las cuatro décadas de convivencia -salvo por el terrorismo- que ahora se consideran un horror, añorando un pasado hosco, sectario y rencoroso, parecido al futuro que nos traen.