Amaia Fano-EL Correo
Si no fuera porque en el libro de actas del Congreso de los Diputados queda constancia de que Pedro Sánchez ha gobernado estos cuatro años gracias al apoyo de los independentistas que le han ayudado a sacar adelante algunas de las leyes más controvertidas de su Gobierno, se diría que el líder del PSOE ha pasado esta legislatura marcando distancias con EH Bildu por criterios éticos. Pero la memoria es demasiado reciente como para no recordar lo sucedido y apreciar una repentina ciaboga en este cordón sanitario de los socialistas a la coalición abertzale, directamente proporcional al recuento de daños tras la aciaga noche electoral del 28-M.
Esa noche, en medio de su desazón por la hecatombe del escrutinio, Sánchez decidió que no iba a permitir que nada ni nadie contaminase su campaña a la reelección al grito de «que te vote Txapote» y, en un arrebato bíblico, decidió negar las veces que haga falta a quienes hasta ahora han secundado fielmente todas sus iniciativas al frente del gobierno más izquierdista y populista (y menos separatista y soberanista) de la historia, dando instrucciones a los suyos de reeditar a toda prisa la alianza que mantienen con su principal rival, el PNV, al que hasta entonces había tratado con cierto desdén, y evitar cualquier clase de compadreo o entendimiento con los de Otegi, especialmente en Navarra, donde nadie se explica la negativa del PSN a llegar a acuerdos con EH Bildu cuando una doble alianza en la Alcaldía de Pamplona y en el Parlamento Foral aseguraría una cómoda mayoría progresista para los próximos cuatro años.
Las instrucciones emanadas desde Ferraz son, sin embargo, taxativas: no retratarse, al menos de momento, con los bildutarras, dejando los extremismos para Feijóo que tendrá que hacerlo con los de Vox allá donde no le alcancen los votos para formar gobierno.
Se trata de una nueva ‘operación clínex’ (como ha bautizado Andoni Ortuzar a la práctica de «usar y tirar» que Sánchez ha venido aplicando con sus socios de investidura) de cara a las elecciones del 23-J, a las que pretende llegar limpio de polvo y paja, conscientes como son en su partido de lo mucho que les ha penalizado el electorado español por sus pactos con los independentistas. La cuestión es si tal actitud resulta coherente tras haber contribuido a dar carta de naturaleza democrática a EH Bildu como un partido legítimamente integrado en la vida institucional y si despreciar sus votos ahora, tratándoles como apestados, no supone avalar la tesis de quienes clamaban en campaña por su ilegalización, invalidando de facto social y políticamente sus siglas para llegar a acuerdos. En cuyo caso, Sánchez no solo estaría pegándose un tiro en el propio pie, teniendo en cuenta que previsiblemente necesitará de la concurrencia de todo lo que está situado a su izquierda si gana las elecciones, pues no está el horno para mayorías absolutísimas, sino que estaría incurriendo en una peligrosa alteración del tablero de juego democrático, condicionando la legitimidad de futuras posibles opciones para la conformación de mayorías en Euskadi y en España.