- Si el siglo pasado fue el siglo de los partidos, este nuevo puede ser el siglo de los líderes.
El presidente Sánchez ha propuesto liderazgos que «incluso trasciendan la marca». La idea tiene trazas de ser una forma de eludir la responsabilidad ante los resultados obtenidos en Galicia, y posiblemente lo sea.
Pero lo cierto es que apunta a un fenómeno nuevo, que tiene cada vez más relevancia en el funcionamiento de nuestra democracia representativa. Es el fenómeno del declive general de las marcas o partidos y el del ascenso de sus líderes.
Los partidos políticos, que nacieron como cuerpos extraños a la democracia representativa, se convirtieron en el pasado siglo en su más firme soporte al lograr integrar a las grandes masas en el Estado a través del sufragio universal y las generosas prestaciones del Estado de bienestar.
Más allá de sus conocidas limitaciones, los partidos han permitido sanar y, en todo caso, aliviar las graves fracturas (económicas, sociales e ideológicas) de nuestras sociedades. Tal es la razón por la que durante el siglo XX han sido la columna vertebral de la democracia representativa.
Así los imaginó también nuestra Constitución al proclamar que los partidos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación.
Pero no es exactamente así como transcurre hoy la vida política. Los partidos están sometidos a una tremenda erosión por sus déficits de representación, su creciente incapacidad para integrar las demandas sociales y su falta de democracia interna. Objetos de las más despiadadas críticas, se han convertido en el estafermo al que tirios y troyanos golpean de modo inmisericorde.
Alérgicos a una necesaria y profunda reforma, los partidos, como sujetos colectivos, parecen estar hoy en declive.
«Esta gran transformación de nuestras democracias representativas ha sido posible por el impacto que sobre la política ha supuesto la revolución tecnológica de los medios de comunicación»
El protagonismo corresponde ahora no al partido, sino a su líder, que no es ya, como ocurría en buena parte del siglo XX, un primus inter pares o el portavoz de un órgano colegiado, sino un dirigente que, aunque sea elegido democráticamente, transforma el partido en una máquina a su servicio.
En cuanto a los nuevos partidos, estos son creados directamente como plataformas en torno a un líder.
La razón que se alega para justificar esta radical mutación es que en las videodemocracias de las que habla Sartori, son los líderes y no sus partidos los que están en mejores condiciones para cumplir esa misión de representación e integración. Encumbrados por sus dotes de comunicadores, se cree que los líderes pueden extender los apoyos más allá de sus respectivas «marcas».
Si el siglo pasado fue el siglo de los partidos, este nuevo, se ha dicho, puede ser el siglo de los líderes.
La idea del presidente Sánchez puede gustar mucho, poco o nada. Pero no es una ocurrencia. Y se alinea con lo que está ya aconteciendo en Europa en la mayoría de las organizaciones, sean socialdemócratas, liberales, conservadores o comunistas en sus variadas presentaciones.
Es también lo que está pasando en España y de forma más manifiesta en la izquierda.
Esta gran transformación de nuestras democracias representativas ha sido posible (M. Calise, La democrazia del leader) por el impacto que sobre la política ha supuesto la revolución tecnológica de los medios de comunicación. Líderes y medios caminan de la mano, se retroalimentan. Comparten el mismo código de lenguaje: el lenguaje del Yo.
La lógica de los medios exige la personalización de la política. Aquellos funcionan mejor con relatos en primera persona (Zelenski, Berlusconi, Macron, Sánchez) y con mensajes de sujetos de carne y hueso, más adaptados que los órganos colegiados (asambleas, comités o gobiernos) a las exigencias de espectacularización de la vida pública.
A su vez, los medios de comunicación han vuelto en buena parte obsoletos los tradicionales canales de comunicación de los partidos (afiliados, estructuras nacionales, regionales, locales) con los ciudadanos. El líder se relaciona directamente con sus electores sin necesidad de potentes estructuras partidarias.
En el extremo, cabe imaginar ya partidos casi sin partido. Esto es, bastaría con un grupo de dirigentes y un poderoso aparato tecnológico.
Es posible, pues, que el futuro que espera a nuestras democracias representativas sea esta nueva realidad de líderes crecientes y partidos menguantes. Lo vemos ya en las nuevas organizaciones, que incluso huyen de la denominación de partido y optan por nombres como Mareas, Más Madrid, Compromís, Verdes, Sumar.
Pero también lo vemos con el recurso a las primarias en los viejos partidos que terminan sustituyendo a sus antiguos líderes por nuevos hiperlíderes, quienes para ampliar la base de apoyo ensombrecen hasta ocultar la marca.
No hay razones a priori para negar las credenciales democráticas a estas innovaciones si, gracias a las nuevas tecnologías, fomentan la extensión de la participación e integración de los ciudadanos y se dotan, como pide nuestra Constitución, de una estructura y funcionamiento democráticos.
Pero sus realizaciones están hoy por hoy muy lejos de sus promesas y, sin reformas profundas en los partidos, tales hiperlíderes representan algunas amenazas para nuestras democracias representativas.
En primer lugar, el riesgo de la radicalización y polarización de la política.
Algo tienen que ver los hiperliderazgos con la creciente polarización de la vida política en nuestras sociedades. La radicalización de los mensajes del líder constituye uno de los recursos utilizados para lograr su reconocimiento e identificación.
«Estos nuevos líderes o hiperlíderes difuminan al extremo con su adanismo las señas de identidad de la marca»
Tal vez en España la expresión más genuina hasta la fecha de esta radicalización polarizadora sea la idea de construir un muro que separe las dos ciudades agustinianas, la de Dios y la de Roma, la de los puros y la de los impuros, la de la izquierda y la de la derecha. Hiperliderazgos, radicalización y polarización van de la mano.
En segundo lugar, estos nuevos líderes o hiperlíderes difuminan al extremo con su adanismo las señas de identidad de la marca. Son personajes que aparecen ex novo, sin ataduras con el pasado, sin historia, casi sin biografía.
Ni tienen cuentas que rendir ni se sienten parte de una tradición. Las prácticas, los relatos, los mitos, la historia, los hechos fundacionales de la organización, no forman parte del núcleo duro de su identidad. Y los compromisos del pasado (su rol constituyente, por ejemplo) se admiten sólo a beneficio de inventario.
En tercer lugar, la división de poderes y sus delicados equilibrios son un corsé que puede resultar demasiado estrecho para estos nuevos líderes cuando gobiernan. Lo mismo ocurre en el interior de los partidos con el corsé de sus órganos intermedios, desaparecidos o congelados en la práctica.
Tal desintermediación en beneficio del líder hace cada vez más difícil que los partidos cumplan correctamente con la función que les atribuye el artículo sexto de la Constitución.
Pero el principal riesgo de los nuevos hiperliderazgos estriba en la concentración de poder y en el debilitamiento de sus controles. Dotado de una legitimación máxima, fruto de su elección directa por los afiliados, puede ejercer su función como un auténtico dominus en cuyas manos se concentran todos los recursos materiales (presupuesto) y personales (nominación de candidatos) de la organización.
Y si el líder partidario accede además al Gobierno, también tendrá bajo su dominio los recursos del Estado. No es sólo que controle todos los recursos, sino que, dada su condición de principal activo electoral, también controla el programa y absorbe el poder decisorio sin mediaciones internas.
Pues bien, si el futuro de nuestra democracia representativa es esta evolución basada en líderes crecientes y partidos menguantes, se habrá agravado el problema, tan viejo como la historia de la democracia, de cómo evitar que los nuevos líderes se conviertan en príncipes a legibus solutus, cada vez más parecidos a los antiguos monarcas.
Tal vez aquella idea del presidente Sánchez de impulsar líderes que trasciendan su marca describa bien lo que está ocurriendo. Pero también puede que no sea tan buena idea para la supervivencia de la democracia representativa.
Porque liberar a los nuevos líderes del corsé de la marca es también liberarlos de una parte importante de mediaciones y de controles previos. Es aceptar el riesgo de llenar la política de líderes desatados, sometidos ya únicamente al control a posteriori de los medios de comunicación y de los jueces.
*** Virgilio Zapatero es rector emérito de la Universidad de Alcalá.