Cristian Campos-El Español
Ni siquiera el ímpetu con el que Iván Redondo rindió ayer honores a Quim Torra sirvió para evitar que la prensa catalana hablara de dos imperdonables «pifias» de protocolo de Pedro Sánchez durante su reunión con el presidente de la Generalidad.
La primera tuvo lugar cuando Sánchez no agachó la cabeza frente a la bandera catalana. La segunda, cuando se olvidó de traerle un regalo al presidente de la Generalidad, que sí hizo entrega al presidente del Gobierno de dos libros: Inventing Human Rights, de Lynn Hunt, y Llibertat i sentit, de Lluís Solà.
Hay que reconocerle a Torra, sin embargo, el colmillo retorcido de regalarle, no ya uno, sino dos libros a un hombre que no se ha leído ni su propia tesis doctoral.
También estuvo hábil Torra obligando a Sánchez a pasar revista a una formación de gala de los Mossos d’Esquadra. Como si el presidente del Gobierno estuviera de visita en el Palacio del Elíseo y no en la sede de una administración autonómica que tiene a su derecha un Pans & Company, a su izquierda unas cuantas tiendas de inciensos y pachulis, y a su espalda una maraña de callejuelas insalubres en las que los delincuentes del barrio atracan a los funcionarios regionales cuando estos salen del trabajo tras una dura jornada de colgar y descolgar pancartas de los balcones.
Pero la cosa no dio para más quejas por parte del nacionalismo. Sánchez hizo todo lo que se esperaba de él. Léase rendir honores al líder catalán, como hizo la reina Isabel de Inglaterra accediendo a bailar con el presidente de Ghana en 1961, y reiterar por enésima vez que la ley no debería ser un límite para los golpes de Estado.
No descarten la posibilidad de que Sánchez, como esos relojes parados que aciertan la hora dos veces al día, haya dado con la clave del problema catalán: el eterno complejo de inferioridad catalán con respecto a Madrid, Andalucía y la Castilla imperial. La envidia, en resumen.
Ojalá fuera eso. Porque entonces el pesar catalán podría remediarse con un par de paseos sobre una alfombra roja a los sones de una sardana castrense, con cuatro policías regionales con tocado de plumas de avutarda cuadrándose frente a una bandera que en realidad es la de su región vecina y con una visita cada cuatro años, poco antes de las elecciones locales, que le permitiera al presidente autonómico de turno creerse POTUS por un día.
Nada más español, en fin, que un gerente de anotaciones al margen exigiendo respeto al grito de «¡no sabe usted con quien está hablando!». Puede que sea imposible evitar que el gerente se te suba a las barbas de vez en cuando, como ocurrió en 1934 y 2017. Pero si estás dispuesto a sacrificar a tus ciudadanos en el altar de esas ínfulas insaciables, el negocio es redondo para ti.
Y hablando de redondos. Que alguien como Iván Redondo, ese Terminator de la mercadotecnia electoral capaz de calcinar hasta los cimientos la convivencia entre españoles para garantizarle dos meses de gobernanza más a Pedro Sánchez, agachara la cabeza frente a Quim Torra es la prueba de que el PSOE amenaza ruina.
Ninguna sorpresa por ese lado. Ver a los más fieros de los socialistas convertirse en pasta de boniato frente al primer nacionalista que se planta frente a ellos con los brazos en jarras y bramando originalidades sobre el ADN, la sangre y el derecho de pernada empieza a ser habitual por estos lares.
¡Con qué arte, en fin, os hemos metido los catalanes el hecho diferencial por la garganta al resto de los españoles! De ese foie llevamos viviendo más de ciento cincuenta años. Exactamente desde que el dinero procedente del negocio del esclavismo dejó de fluir hacia Cataluña y la burguesía de la región tuvo que idear a toda prisa una nueva fuente de ingresos que paliara la disminución de sus ingresos: el catalanismo.
En cierta manera, el negocio de la burguesía catalana sigue siendo el mismo que en el siglo XIX, sólo que ahora los esclavos no son cubanos, sino extremeños, andaluces, castellanos y catalanes no nacionalistas.
Cataluña ha resultado ser el monstruo de Frankenstein de la España constitucional. Una criatura artificial, sin personalidad propia, construida a partir de pedazos de cadáveres (mentiras históricas, privilegios medievales, xenofobia institucional), que amenaza con asesinar a su creador y hacer vida de soltero por su cuenta.
Lo llamativo es que cientos de miles de españoles, incluidos los que a día de hoy moran en Moncloa, creen estar frente al Brad Pitt de la democracia y no parecen ver al Frankenstein del agrocarlismo. Claro que son los mismos españoles que prefieren pactar con Otegi antes que con Arrimadas.
Al próximo capitalino que me hable de la sofisticación, y el diseño, y la dignidad, y la laboriosidad de los catalanes le doy un paseo por la Cataluña profunda y la no tan profunda –el barrio de Gràcia, tan progresista él, sirve a estos efectos– para que cate de primera mano lo mucho que se parece un catalán cualquiera a ese tipo de su pueblo al que un día le calzaron una gorra de plato y se convirtió como por arte de magia en el general George Patton de su pedanía.