Más allá de la plena asunción por el PNV de las reglas de la democracia, el nacionalismo no acepta una evolución política en cuyo curso tenga lugar el reconocimiento de la identidad invasora, la española. Una ceguera voluntaria porque hoy la sociedad vasca no responde a esa fractura y tiene recursos para una construcción nacional integradora.
No es Joseba Egibar un político hacia el que sienta simpatía alguna. Es más, su comportamiento en alguno de los acontecimientos trágicos que salpicaron la historia de su villa natal -Andoain- me llevaron a verle como un personaje de ésos cuya existencia prefieres olvidar. Pero la realidad obliga en ocasiones a contravenir las propias reglas, y el debate sobre las identidades con Patxi López en el Parlamento vasco es uno de esos casos en que la excepción resulta obligada.
De entrada, nada tiene de extraño que el lehendakari centrase su discurso en el concepto de ciudadanía y Egibar en el de identidad. El razonamiento del primero es irreprochable en su sentido democrático, ya que desde un enfoque rousseauniano son los ciudadanos vascos quienes constituyen el cuerpo político y todos ellos tienen pleno derecho a participar en el mismo en régimen de estricta igualdad, cualesquiera que sean sus lugares de nacimiento, su color de piel o su pensamiento político.
A este esquema le falta, en todo caso, poner de manifiesto que la identidad es un factor de cohesión (o de fractura social), pero que no puede ser el efecto de una construcción ideológica, sino que es algo real, comprobable empíricamente en cualquier colectivo social y, por último, que no es necesariamente única. Puede ser dual, como ocurre en Cataluña o en Euskadi, donde con notable regularidad los dos tercios de los ciudadanos asumen la doble identidad, de vascos y españoles, con una clara preeminencia de la primera. Una visión democrática de la política no puede prescindir de este dato y tratar de imponer la exclusividad, como tantas veces ha hecho el nacionalismo moderado o radical. Y, en fin, consecuentemente, una construcción nacional desde y en la democracia está obligada a partir de esa identidad dual que preside la sociedad vasca.
Resulta obvio que el nacionalismo vasco piensa de otro modo, y el discurso de Egibar constituye el mejor ejemplo de ello. Hace bien en acudir al ejemplo de los peces, reflejo de esa concepción biológica de la nación que Sabino le dejó como legado al parecer imperecedero. Con zafiedad casi siempre o con cierta sofisticación alguna vez, volvemos al darwinismo social primario que el médico ‘Joala’ propusiera en los inicios del pasado siglo: ‘nacionales españoles’ y ‘nacionales vascos’ son dos especies que nunca pueden converger en un proyecto común, ya que la una tratará siempre de imponerse a la otra (la española), de manera que, para sobrevivir, la invadida no tiene otro remedio que repeler a la invasora y acabar expulsándola. Si la igualdad de los ciudadanos vascos, propuesta por Patxi López, le parece comparable a la de los peces insípidos de una piscifactoría es porque toda presencia reconocida como legítima de la identidad española en Euskadi «es querida para usted e impuesta para mí: ése es el problema político».
Son los perros y gatos de ‘Joala’. No cabe mestizaje alguno. La realidad empíricamente contrastada de una identidad dual sentida por la mayoría de los vascos es pura y simplemente ignorada. No existe ni debe existir. Invirtiendo los papeles de la tragedia ecológica, la visión política de Joseba Egibar contempla la acción necesaria del nacionalismo vasco, querida por él, ya que no razonada, como la de la perca del Nilo que acaba poblando casi en solitario las aguas del lago Victoria al destruir a todo competidor. La identidad única será entonces una realidad plena. Todo en la sociedad vasca tendrá el sabor del nacionalismo.
Éste es hoy el principal problema de la sociedad vasca, porque más allá de la plena asunción por el PNV de las reglas de la democracia, el nacionalismo en su conjunto tiene en su propia mentalidad un obstáculo difícilmente salvable al no aceptar una evolución política en cuyo curso tenga lugar el reconocimiento de la identidad invasora, la española. Practica así una ceguera voluntaria ante el hecho de que hoy la sociedad vasca como tal no responde a esa fractura y que tiene los recursos suficientes para poner en marcha una construcción nacional integradora.
Lo vasco es algo mucho más complejo y abierto que el mundo del batzoki, por no hablar de la herriko taberna. Claro que el reconocimiento de esta posibilidad exige una renuncia a la voluntad de imposición de la propia ideología identitaria como si ésta fuera lo único auténticamente vasco y la idea de igualdad, el fruto de las estratagemas del enemigo. De ahí que en la entrevista con Patxi López, Urkullu, hombre por otra parte más matizado que Egibar, insista en la necesidad de romper el equilibrio representado por el Estatuto para abrir paso al debate sobre «otro marco político». No ha bastado con el desgaste que provocaran el plan y el intento de consulta de Ibarretxe, quien seguro que renacerá de sus cenizas. De esa insatisfacción de los nacionalistas demócratas, y de los mitos y tópicos asociados a la misma, siguen alimentándose la izquierda abertzale y ETA. Parece obligado impedir que todos los peces naden libremente y sin depredadores en el mar vasco.
(Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político en la Universidad Complutense de Madrid)
Antonio Elorza, EL CORREO, 2/2/2010