Ignacio Varela-El Confidencial
- El resultado de tanto dislate está a la vista: los tres poderes del Estado, metidos en un gatuperio institucional impropio de una democracia respetable y con el crédito social prácticamente agotado
Quienes viven abrumados por la crisis institucional que se ha desatado estos días deben saber que lo visto hasta ahora es tan solo un aperitivo de lo que viene. Hay quien ha decidido convertir el año electoral de 2023 en un maldito infierno y hará lo que sea preciso para conseguir su objetivo. «Lo que sea preciso» significa cualquier cosa que esté en la mano de quien maneja a discreción la caja común y el BOE. Sin límites.
Si se repasan por su orden todas las maniobras provocadoras, conflictos innecesarios y agresiones sin balón perpetradas por la galaxia oficialista en los últimos tres meses, es difícil no detectar el propósito de generar una escalada vertiginosa de la tensión política e institucional que conduce… En las próximas semanas, quizá sepamos a dónde y en qué plazo.
Los aparatosos discursos alarmistas teatralizados en las últimas 48 horas por las primeras figuras del elenco presidencial —incluido el director de la compañía— apestan a guion escrito y ensayado durante semanas. Por los síntomas visibles, es posible —yo diría que probable— que el choque frontal y sin frenos con el Tribunal Constitucional sea uno de los capítulos previstos en ese guion.
La situación es tan grave como quieran hacerla quienes la administran políticamente. Aparentemente, se trata de un incidente serio en un procedimiento legislativo plagado de anomalías. No es el primero ni será el último. Pero, agitado a la conveniencia de sus promotores, ha hecho aparecer en escena no uno, sino dos presuntos golpes de Estado: por un lado, el «complot de la derecha judicial, política y mediática contra la soberanía popular, el Parlamento y el Gobierno progresista». Por otro, el del «Gobierno subversivo y sus aliados separatistas y filoetarras contra la Justicia y la Constitución«.
Nunca dio para tanto un recurso de amparo sobre dos enmiendas metidas con calzador en una proposición de ley en trámite. Las cosas se dispusieron como las trampas que se ponen a los conejos: salgan por donde salgan, están cazados. Si el Tribunal Constitucional aplazaba la votación de las enmiendas en el Senado, se le presentaría como coautor de un golpe de Estado; si la permitía, se diría que había consentido el otro. Y si en lugar de un 6-5 entre los magistrados hubiera resultado un 5-6, estaríamos escuchando exactamente los mismos discursos y leyendo iguales titulares y editoriales, con las firmas cambiadas.
Me pregunto cuántos golpes de Estado de superchería nos venderán a lo largo del año electoral. A este paso, el día que nos den uno de verdad nos daremos cuenta cuando no tenga remedio.
El caso es que hace escasamente un mes el Gobierno se metió en el escándalo de la reforma del Código Penal al dictado de Junqueras, adornado con la inefable chapuza del solo sí es sí. La doble píldora era aceite de ricino incluso para la clientela propia. Entonces apareció Sánchez ejerciendo de Sánchez: ante cada envite, un órdago.
Sin ninguna necesidad, mezcló en la misma pieza normativa la sedición y la malversación con la bronca del CGPJ y del Tribunal Constitucional, con plena consciencia de que no podía hacerlo sin provocar un alboroto jurídico que terminaría en batalla campal. A continuación, envió a sus sicarios a arrojar una sucesión de injurias y provocaciones preventivas contra «la derecha judicial»: uno equiparó las togas a las metralletas de Tejero, otro amenazó con enchironar al juez que se desmandara, el siguiente habló oscuramente de las «consecuencias incalculables» de una resolución adversa; finalmente, el propio jefe desde Bruselas, trasmutado en el Iglesias del año 15, completó la faena, secundada y jaleada por el diario y la emisora gubernamentales con militancia mercenaria digna de mejor causa.
La sencilla solución de presentar dos proposiciones separadas, que aparece ahora, estuvo a su alcance desde el principio. No lo hizo porque no quiso; porque, a mi juicio, lo que buscaba era precisamente desatar la bronca.
Tras la esperada decisión del TC (que no tumba ninguna norma, se limita a aplazar cautelarmente una votación cuya urgencia sigue siendo un arcano), vino la respuesta programada: acatar difamando. La presidenta del Congreso y el del Senado, el inevitable todoministro que malogra todo lo que toca, el ignaro portavoz parlamentario y el propio Sánchez, con el resto del coro, no se han privado de presentar como prevaricadores a los seis magistrados que admitieron el recurso del Partido Popular. Por supuesto, todos ellos son reaccionarios a las órdenes de Feijóo, mientras los otros cinco son inmaculados jurisconsultos independientes, a quienes solo guían el amor al derecho y el respeto a la voluntad del pueblo soberano. En el barullo consiguiente se ha volcado sobre la opinión pública un alud de enormidades jurídicas como la de la ministra de Hacienda, que afirmó ayer, en el programa de Alsina, que «ninguna ley está por encima del Reglamento del Congreso».
Ciertamente, el Tribunal Constitucional ha mostrado en esta ocasión el peor rostro de sí mismo, reaccionando de forma inusualmente beligerante al calculado hostigamiento del oficialismo y exhibiendo un alineamiento de sus miembros en facciones partidistas que no hace ningún bien al crédito de la institución. Ahora ha contraído la obligación moral de resolver con prontitud la cuestión de fondo.
Por su parte, el PP lleva demasiado plomo en las alas en este asunto. Si Feijóo hubiera dejado resuelta la renovación del CGPJ (que siempre fue la liebre falsa) en su primera reunión con Sánchez, hoy tendría la autoridad moral de la que carece para reprochar al Gobierno la operación de acoso y derribo del poder judicial. Ahora tiene que aguantar que le recuerden, no sin razón, que en el origen de toda esta historia está el obstruccionismo cerril con que su partido ha impedido durante cuatro años que el Parlamento cumpla su obligación constitucional.
El resultado de tanto dislate está a la vista: los tres poderes del Estado, el ejecutivo, el legislativo y el judicial, metidos en un gatuperio institucional impropio de una democracia respetable y con el crédito social prácticamente agotado. Confrontación polarizadora sin restricciones, máxima contaminación del ambiente, cisma político y social y disloque de la institucionalidad del país: esta fórmula une a todos los populismos del mundo, de Trump a Kirchner, pasando por Maduro, Salvini y Orbán. También es la que ha elegido Sánchez para perpetuarse en el poder whatever it takes. Podía elegir entre ejercer de bombero o de pirómano y, definitivamente, ha optado por lo segundo. La pregunta es hasta dónde llegará en su empeño incendiario.
Dicen los politólogos que es un serio problema que la sociedad se desconecte de los políticos y descrea todo lo que dicen. En el caso español, en este momento me parece más bien una bendición. Si la montaña de gases tóxicos que se acumula en la esfera política permea hacia abajo, todo estará perdido.
Faltan muchas cosas para sanear el espacio público, pero, decididamente, lo primero que sobra son los coleccionistas de golpes de Estado fake. El virus se llama nostalgia del 36, y es altamente contagioso.