Ignacio Camacho-ABC
- En España hay 2,5 millones más de personas en pobreza severa que hace tres años. El escudo social es un fiasco
Cáritas es la sal de la tierra. Y además de ayudarla hay que escuchar siempre sus diagnósticos sobre la estructura de la pobreza porque nadie conoce la realidad de la exclusión mejor que quienes se fajan con ella. Ni los partidos políticos ni los sindicatos, que viven del dinero de los ciudadanos, han bajado nunca a esa trinchera donde clama la necesidad de unas capas sociales cuya tragedia perdedora estropea el complaciente retrato de la sociedad de la opulencia. Al informe Foessa se le puede matizar su tendencia a descontar las rentas indirectas, las que proporciona el Estado a través de servicios públicos como la sanidad o la enseñanza, pero incluso corrigiendo sus cifras a la baja refleja en cada entrega un panorama de precariedad al que ninguna conciencia decente puede dar la espalda. Ésa es la otra cara de España, la de las familias en situación dramática, la de los estragos del desempleo y la quiebra, la de las clases medias proletarizadas por sucesivas crisis que las van empujando al abismo de la desesperanza.
He aquí a grandes rasgos los datos de la devastación tras dieciocho meses de pandemia: once millones de personas en riesgo de pobreza (22,7% más que en 2018), de las que seis millones viven con carencias materiales severas en alimentación, energía o vivienda. Mirándolo al revés, menos de la mitad de la población, sólo un 41,2 por ciento, disfruta de una integración socioeconómica plena. Mientras la prosperidad ha caído nueve puntos, la estrechez se está cronificando. El país en conjunto acumula dos millones y medio más de pobres en sentido estricto respecto a hace tres años. En uno de cada cuatro hogares hay alguien con dificultades de trabajo y ha subido hasta el 10% la proporción de los que tienen a todos sus miembros en paro. Y lógicamente la penuria aumenta su impacto sobre las familias con hijos a cargo. Éste el cuadro. El famoso escudo social para ‘no dejar a nadie atrás’ no ha funcionado.
La letra pequeña del estudio dice que el Ingreso Mínimo Vital fue denegado a la mitad de los solicitantes en circunstancias de desamparo, y que la mayoría, tres de cada cuatro, ni siquiera lo llegaron a pedir por el exceso de barreras técnicas para tramitarlo. Foessa se guarda de decirlo en términos antipáticos pero sugiere que existe un evidente fallo administrativo detrás de ese fracaso. Habrá que decirlo, pues, más claro: la medida estrella del Gobierno en protección social ha resultado un fiasco. El maquillaje político de la crisis se ha derretido por ineficacia del aparato burocrático. La resiliencia y demás mantras propagandísticos de Sánchez eran sólo efectismo retórico para aderezar las plomizas homilías dominicales; detrás no había nada más que una gestión deplorable. Y sin el esfuerzo de Cáritas y otras organizaciones, eclesiales en su mayor parte, no habría paliativos capaces de atemperar la catástrofe.