Como ante la tragedia asiática, en esta crisis de convivencia tan mezquina, la mayoría quiere creer que, puesta una vela a las víctimas, retornaremos a la vida de siempre. Políticos formados en la democracia han decidido traicionarla para unir fuerzas y compartir fines con asesinos. En condiciones semejantes no ha lugar reforma alguna de la Constitución.
No es difícil vaticinar que el año que empieza lo tenemos ya marcado por los terribles estertores del que acaba de concluir. Una catástrofe inverosímil acaba de dejar en terrible evidencia nuestra vulnerabilidad como especie. Nos ha dejado muy claro que la nave en la que cruzamos el tiempo de nuestra existencia con mayores o menores sinsabores, tragedias y alegrías, nos puede parecer una mísera barca remendada de Sri Lanka o los salones de primera clase del Titanic, pero siempre lleva el naufragio en el plan de singladura. Vivimos tan de espaldas a la muerte en las sociedades desarrolladas que su irrupción masiva en nuestra vida nos provoca, horror aparte, un desequilibrio abismal que hay que compensar con explicaciones para que no se altere en exceso nuestro devenir. De ahí que ante tragedias grandes o del todo inconcebibles como ésta, los espíritus sencillos se pongan a buscar y vender motivos y culpables. Al margen de las tan manidas religiosas y milenaristas, ya han surgido «explicaciones» que culpan -cómo no- a EE UU de hacer experimentos secretos en la atmósfera y bajo la superficie terrestre, de negar información a los afectados y de sabotear las ayudas de la ONU. Yanquis, ricos y militares, una vez más, aliados para sembrar muerte y miseria entre los desheredados. Mentiras ante el pozo negro.
Todas estas sandeces son inocuas comparadas con las manifestaciones de algunos turistas que revelan el grado de encanallamiento que se ha instalado en las sociedades ricas, que ignoran la muerte y por tanto las limitaciones humanas. «He perdido todo: el pasaporte, el dinero y toda mi ropa», decía un alemán, rodeado de cadáveres de indígenas y compatriotas. «No entiendo la falta de previsión del tour operador», espetaba un sueco. «Nadie se ocupa de nosotros», protestaba un padre pese a su inmensa suerte de recuperar a mujer e hijos. «Me van a oír en el ministerio. Así no se nos puede tratar», coreaban otros turistas. Miserias en el pozo negro.
Cierto que frente a estos deplorables ejemplos están la inmensa marea de solidaridad que bate todos los recórds, la movilización de Estados grandes y pequeños, millones de actuaciones individuales y gestos conmovedores. La solidaridad es sincera, aunque de corto recorrido. Son ahora los vivos los que demandan consuelo y ayuda. Paliar el dolor y generar esperanza son los máximos objetivos. Hay que volver a hacer posible la vida allí para que al tsunami no siga un seísmo cultural y político que convierta el sur de Asia en otro pozo negro. Ante los efectos de una catástrofe de dimensiones bíblicas, casi resulta una obscenidad hablar de nuestras inquietudes inmediatas. Y, sin embargo, este «año canino» también nos tiene reservado a nosotros, los españoles, su tsunami político que nos asoma al pozo negro. Amenaza a la vida y la hacienda de centenares de miles de compatriotas en el País Vasco y con dinamitar nuestro modelo de convivencia. Como ante la tragedia asiática, en esta crisis tan mezquina, la mayoría quiere creer que, puesta una vela a las víctimas, retornaremos a la vida de siempre. Tampoco aquí tiene razón. Nuestra catástrofe nacional, gestada sobre los cadáveres de casi mil españoles por una alianza entre el terrorismo y el nacionalismo de cuello blanco -ante la pasividad e indiferencia de tantos-, entró en fase de consumación en Vitoria el 30 de diciembre. Como en la Alemania de los años treinta, políticos formados en la democracia han decidido traicionarla para unir fuerzas y compartir fines con asesinos. En condiciones semejantes no ha lugar reforma alguna de la Constitución. Antes, los dos grandes partidos habrán de defenderla de la agresión. En Europa siempre ha despertado perplejidad que el éxito de España del último cuarto de siglo se viera continuamente cuestionado por nacionalismos cada vez más agresivos. Hoy se ve con estupor cómo sus instituciones violan las leyes y no pasa nada. Si ante este desafío la democracia española no se defiende con éxito, el estupor pronto tornará en desprecio. Nosotros chapotearemos en el pozo de la vergüenza y no pocos en el de la ignominia.
Hermann Tertsch, EL PAÍS, 4/1/2005