Vicente Vallés-El Confidencial
- Acercándonos al quinto aniversario de aquellos episodios pintorescos, ilegales y gravísimos, la causa independentista ya se considera reseteada y lista para nuevas acometidas
Es costumbre celebrar las victorias, pero siempre hay excepciones. Por ejemplo, una larga tradición del independentismo catalán consiste en conmemorar sus derrotas (en plural). Lo hace cada 11 de septiembre, en el recuerdo del sitio de Barcelona en 1714, durante la guerra de sucesión. Más recientemente, cada 1 de octubre, por el referéndum ilegal de 2017, y cada 10 de octubre, cuando el entonces presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, proclamó la república catalana segundos antes de suspenderla, en un ataque de congoja. Sus partidarios también recuerdan el viernes 27 de octubre, cuando el Parlament declaró la independencia; y el sábado 28, cuando Puigdemont se tomó el fin de semana libre en Girona después de romper España. Luego, en un alarde de coraje y bravura, se fugó. Y en ello sigue. Por extensión, en ello sigue el independentismo en pleno, fragmentado, despistado, confuso y sin estrategia… de momento.
De momento. Porque, acercándonos al quinto aniversario de aquellos episodios pintorescos, ilegales y gravísimos, la causa independentista ya se considera reseteada y lista para nuevas acometidas. En toda zona de alta sismicidad, la duda no es si la tierra volverá a temblar o si habrá una nueva erupción, sino cuándo. Y un simple vistazo a los índices de medición nos advierte de que sube el tremor volcánico en Cataluña.
La defensa de la lengua catalana, supuestamente aprisionada y demediada por el imperio fascista del castellano, es la bandera que los independentistas enarbolan en una mano, mientras en la otra mantienen enhiesta la estelada del redivivo «Espanya ens roba». La sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña sobre un mínimo del 25% de clases en castellano, y las cuentas sobre el supuesto déficit de gasto público estatal en Cataluña —frente a Madrid—, por supuesto conforman el engrudo que cohesiona las mil piezas en las que se rompió el jarrón chino del independentismo cuando proclamó la república que nunca fue.
Esta semana, los planetas han empezado a alinearse. JxCAT, el partido que fue de Puigdemont, nos cuenta en su nueva ponencia política que ha llegado la hora de lanzar el ‘procés’ 2 a partir de octubre, cuando se cumplan cinco años del fracasado ‘procés’ 1. Consideran innecesario un nuevo referéndum, por cuanto el 1 de octubre ya estableció «un mandato que emana del pueblo». Ahora hay que alcanzar lo que no se alcanzó en 2017: la independencia. Y para ello se requiere un nuevo proceso de ruptura: reencontrarse con los añorados tiempos de ilegalidades, que aterricen en un «desbordamiento democrático».
Tal extravío ya se ha iniciado en el ámbito de la educación, cuando la Generalitat y los diputados independentistas han optado por desobedecer la sentencia del TSJC sobre el castellano, con un decreto del Govern y en una votación en el Parlament que evoca aquellos días 6 y 7 de septiembre de 2017 cuando empezaron a suicidarse con la aprobación de las conocidas como ‘leyes de desconexión’. Y, a partir de ahí, se dejaron caer cuesta abajo, sin volante y sin frenos, hasta acabar en la cárcel o a la fuga. Y sin república catalana. La extravagante novedad es que esta vez los independentistas han contado con el voto de los socialistas, temerosos de que este asunto lleve a ERC a abandonar Frankenstein y deje a Pedro Sánchez sin red. La familia de Canet, que pidió que su hijo pudiera estudiar en castellano, ha encontrado el amparo de la Justicia, pero aún espera el amparo de Moncloa, que se inhibe y despeja el balón asegurando que este no es asunto suyo, sino de los tribunales. Con desahogo.
«Tenemos los peores trenes y las peores carreteras; si nos tocan cien, nos pagan cien», dijo Miriam Nogueras, diputada de JxCAT en el Congreso. Lo del castellano «es un golpe de Estado de un tribunal facha», bramó Monserrat Bassa, diputada de Esquerra.
Sánchez presume de haber calmado la situación desde que está en Moncloa. Sin duda, sus concesiones al independentismo —los indultos, o ignorar el conflicto lingüístico— facilitan su ‘concordia’ con quienes le llevaron al poder en la moción de censura de 2018 y le han sostenido allí. Pero pretender que la aplicación del artículo 155 nada tuvo que ver con el fracaso del ‘procés’ y con el desconcierto que sufre el independentismo desde entonces, es mucho pretender.
Ahora, lo único que aplazará (no impedirá) un ‘procés’ 2 es la división interna en el independentismo. Se cortocircuitan cuando se odian entre ellos más de lo que odian a España («tarado es quien proclamó la independencia», ha sentenciado Gabriel Rufián, en una irrebatible confesión de parte). De momento, mantendrán a Sánchez en Moncloa a pesar de Pegasus. Pero, llegada la hora, analizarán sus posibilidades de lanzarse otra vez al abordaje, dejando caer al PSOE y aprovechando un posible gobierno de derechas para reactivar a sus bases, ansiosas por tener al PP —y si es con Vox, mejor— de vuelta en Moncloa para incendiar Cataluña otra vez. Opción alternativa: si los números permitieran recomponer a Frankenstein y el ‘proces’ 2 estuviera todavía en mantillas, sostendrán la coalición de izquierdas durante algún tiempo hasta que se vean con fuerzas para revivir 2017. No pregunte si ocurrirá, sino cuándo.