Mikel Buesa, LIBERTAD DIGITAL, 5/5/12
¿Estará destinada esta iniciativa, como las anteriores, al fracaso? Eso creo, especialmente porque su planteamiento no ha modificado las causas que inexorablemente conducen a él. Unas causas que se pueden analizar mediante el ‘juego del gallina’.
Si hay algo que resulta desconcertante en la actividad política de los gobiernos y de los partidos que los sustentan es la persistencia que, en ciertas ocasiones, tienen las ideas equivocadas. Tal ocurre porque en esa, como en otras actividades de la vida social, se da con mucha fuerza lo que, en la teoría del conocimiento, se designa bajo el concepto de «dependencia de la trayectoria», con el que se alude a la necesaria subordinación del saber actual a lo aprendido en el pasado. Pues bien, uno de esos elementos de la política en el que la dependencia de la trayectoria pesa como una losa es el que se refiere, dentro del ámbito antiterrorista, a la reinserción de los presos de ETA. Ello es así porque sus evidentes fracasos nunca han sido reconocidos. Antes, por el contrario, han sido interpretados como éxitos bajo el argumento de que basta con que haya habido un terrorista arrepentido para que haya merecido la pena el esfuerzo, aunque tal arrepentimiento no haya hecho mella en la organización a la que tal individuo pertenecía ni haya implicado el menor debilitamiento de ésta.
Vayamos, pues, con los hechos antes de adentrarnos en las causas que explican los reveses con que, en todas las ocasiones, se han saldado los intentos de abrir una brecha en ETA a partir de la reinserción de sus presos. El primer episodio a considerar es, evidentemente, la amnistía de 1977. De los 1.232 reclusos de ETA que salieron de la cárcel en aquella ocasión, 678 –el 55 por ciento– reincidieron en las actividades terroristas, coadyuvando así a la ofensiva terrorista que se desencadenó a lo largo de los seis años siguientes y en la que se cometieron más de 1.300 atentados –uno cada dos días, en promedio– y se asesinó a 365 personas –una cada semana–.
La segunda operación se desarrolló entre 1982 y 1985 tras el acuerdo Bandrés-Rosón, y la prórroga de éste impulsada por el senador Azkárraga, que dio lugar a la disolución de ETA (político-militar). Un total de 258 etarras fueron excarcelados o eximidos de responsabilidad sin mayores miramientos y, si bien la banda terrorista en la que estaban encuadrados desapareció, ello no impidió que alrededor del 70 por ciento de los «polimilis» rechazaran la reinserción para acabar integrándose finalmente en ETA (militar). Esta organización llegó a contar, en el período mencionado, con entre 1.500 y 2.000 militantes activos, con lo que se pudo dar continuidad a la ofensiva terrorista.
El tercer programa de reinserción es el que activaron los socialistas Enrique Múgica, desde el Ministerio de Justicia, y Antonio Asunción, desde Instituciones Penitenciarias, entre 1989 y 1996. Fue el complemento de la política de dispersión de presos etarras que se había iniciado en 1987 y se inspiró en la experiencia italiana del pentismo; es decir, la concesión de beneficios penitenciarios a los arrepentidos encarcelados de las Brigadas Rojas. Para ello, en 1988 se modificó el Código Penal con el fin de albergar la figura del arrepentimiento –entendida esencialmente como delación– en tanto que origen de decisiones administrativas orientadas a la extinción de las penas y a la concesión de la libertad condicional a los presos de ETA. La finalidad no era otra que, como escribió Ramón Jáuregui, «separar a los presos más blandos para que en un ambiente de mayor libertad pudieran dar los pasos necesarios para la reinserción… mientras que para los otros mantendríamos el régimen más duro que contempla el reglamento». Dicho de otra manera, se trataba de abrir una brecha en la organización terrorista para debilitarla por medio de la actuación sobre sus militantes encarcelados. La política penal se convertía así en un instrumento de la prevención contra el terrorismo.
Ni que decir tiene que, una vez más, la decepción fue rotunda. En 1989 la autoridad penitenciaria reclasificó a 322 reclusos de ETA –el 57 por ciento de los albergados, en aquel momento, en las cárceles españolas– para orientarlos hacia la reinserción. Sin embargo, a lo largo de un período de ocho años –entre 1989 y 1996– sólo logró que 115 etarras alcanzaran el tercer grado, concediéndosele la libertad condicional a 78. Ello hace un promedio anual de 14,4 presos para la referida clasificación y de 9,8 para la situación de libertad. Si se confrontan estas cifras con la media de etarras internados durante el período –537 anuales– se comprueba que la incidencia de la política de reinserción fue mínima: el 2,7 por ciento en el caso de los terceros grados y el 1,8 por ciento en el de las libertades condicionales. La reinserción hizo poca mella en ETA y no impidió que ésta mantuviera su campaña de atentados con un promedio superior a los veinte asesinatos al año mientras duró. No sorprende, por ello, que el reputado penalista José Ramón Serrano-Piedecasas, concluyera al respecto, en aquellas fechas, que «la experiencia recogida en España en los años de vigencia de esta institución –la del arrepentimiento– ha supuesto una clara exteriorización de su fracaso como medio para hacer frente al terrorismo».
Y llegamos así a la última de las ocasiones en la que se ha ensayado una política de reinserción de terroristas, la que corresponde a la etapa del más reciente gobierno socialista, en la que, siendo Alfredo Pérez Rubalcaba ministro del Interior, se puso en pie la llamada vía Nanclares, por ser la prisión ubicada en este pueblo alavés la estación término de los presos de ETA que han obtenido beneficios penitenciarios. Durante los casi cinco años en los que se ha desarrollado –entre junio de 2007 y abril de 2012–, de acuerdo con las fuentes periodísticas disponibles, ha habido 68 reclusos acogidos al programa correspondiente. De ellos, sólo 30 acabaron su periplo en la cárcel de Nanclares, mientras que al menos cinco fueron expulsados del programa por la autoridad penitenciaria y el resto lo abandonaron voluntariamente durante los seis últimos meses de su vigencia. Digamos que únicamente trece presos han llegado a obtener un régimen de prisión atenuada al amparo del artículo 100.2 del reglamento penitenciario; de ellos, a siete se les ha clasificado en el tercer grado y sólo dos han obtenido la libertad condicional.
Se trata, como puede verse de unos resultados muy mediocres si se tiene en cuenta que, durante el período de vigencia de la vía Nanclares, las cárceles españolas han albergado a un promedio de 608 presos de ETA. En efecto, en términos de tasas anuales, el programa impulsado por el ministro Rubalcaba apenas ha obtenido algún resultado con el uno por ciento de los terroristas encarcelados, siendo los que han llegado a la prisión atenuada tan sólo el 0,4 por ciento del total. Y, entretanto, ETA continúa con su andadura, aunque desde el verano 2009 ya no haya podido cometer atentados –debido a la presión policial– y desde septiembre de 2010 se considere en tregua. Ninguno de ambos hechos le debe nada a la política penitenciaria.
Sin embargo, por si no fueran suficientes los antecedentes mencionados para haber enterrado cualquier política activa de reinserción de terroristas, el ministro Jorge Fernández Díaz ha anunciado hace unos días un nuevo «programa para el desarrollo de la política penitenciaria de reinserción individual en el marco de la ley» con la finalidad declarada de «alentar evoluciones positivas de separación respecto al control que las organizaciones criminales mantienen sobre sus presos». A nadie se le esconde que tal decisión llega de la mano de las presiones que, sobre el gobierno del PP, están ejerciendo tanto los partidos socialista (PSE) y nacionalista (PNV) como la representación de la Izquierda Abertzale –el movimiento que tutela ETA– en las instituciones. Y no se oculta en ella la aspiración de «romper las estructuras de ETA», según indicó el Ministro del Interior a los dirigentes de las asociaciones de víctimas del terrorismo.
¿Estará destinada esta iniciativa, como las anteriores, al fracaso? Eso creo, especialmente porque su planteamiento no ha modificado las causas que inexorablemente conducen a él. Unas causas que se pueden analizar mediante el juego del gallina, uno de esos instrumentos que propone la teoría de juegos y que tanto ayudan a entender los problemas en los que se expresan las conductas estratégicas de los seres humanos. Un juego al que dedicaré la segunda parte de este artículo.
Mikel Buesa, LIBERTAD DIGITAL, 5/5/12