FÉLIX OVEJERO / Profesor en la Universidad de Barcelona, ABC 23/06/13
«Los problemas que plantean los regímenes especiales son más hondos que la falta de justificación normativa. Constituyen una fuente de inestabilidad para la democracia. Por varias razones. La fundamental es que no cabe su generalización»
Los conciertos económicos no son fáciles de justificar. Al menos, mientras esperemos argumentos políticos, públicos, susceptibles de ser atendidos por todos. El «a mí me conviene», el egoísmo, puede ser un incentivo, pero nunca un principio moral. Cuando escarbamos en la palabrería de sus defensores encontramos cuatro argumentos: no suponen privilegios; están consagrados en la Constitución; no hay problemas con el concepto, sino, si acaso, con su aplicación; tienen profundas raíces históricas. El primer argumento es poco compatible con los datos. Según uno de los más competentes analistas de estas cosas, Ángel de la Fuente, «la financiación por habitante del País Vasco es superior en un 60% a la media de las regiones de régimen común a igualdad de competencias y la situación no es muy distinta en Navarra». Sean cuales sean los datos, es de suponer que quienes alegan que no suponen privilegios, en tanto comprometidos implícitamente con la igualdad, no tendrían inconveniente en renunciar al trato diferencial, el modo más sencillo de apostar por la igualdad. Pero no parece. La apelación a la Constitución, con independencia de que produce dentera escuchada en ciertas bocas, invita a pensar que estarían dispuestos a aceptar su desaparición, siempre que se realizara mediante los procedimientos que la ley contempla. Tampoco parece. Aún sirve menos la tesis de que es un simple método de cálculo: un método que regularmente propicia resultados injustos es un mal método. Al final, solo queda el último argumento, también débil. Que algo haya sucedido no es razón para que siga existiendo. La emancipación humana consiste en tomarse en serio que la historia no justifica nada.
Pero los problemas que plantean los regímenes especiales son más hondos que la falta de justificación normativa. Constituyen una fuente de inestabilidad para la democracia. Por varias razones. La fundamental es que no cabe su generalización. Sucede con los privilegios, que no están abiertos a todos. En este caso es todavía peor, porque para que unos puedan disfrutar de la situación especial se les ha de negar a los demás. Para que los privilegiados no contribuyan otros han de contribuir algo más. Una mayor pobreza (media) de los demás es la condición de su riqueza.
A partir de ahí los problemas se multiplican. La simple posibilidad de una situación fiscal especial invita a levantar el brazo y pedir turno. Según parece, Miquel Roca rechazó la posibilidad de disponer de algo parecido al cupo. Da lo mismo. La réplica de patio de colegio «haberlo dicho antes» –a la altura del «Santa Rita, Rita»– pudo servir un tiempo, pero tiene poco vuelo. Roto el compromiso con la igualdad, la inestabilidad está asegurada y los conflictos proliferan. En primer lugar, entre todos los españoles, cuando asoma esa perversa retórica del «no me sale a cuenta convivir con los demás», que atenta contra el ideal de ciudadanía, de una comunidad de justicia y decisión y, desde luego, invitaría a olvidarnos, para empezar, de niños, ancianos o discapacitados. También, entre las distintas comunidades, entregadas a carreras posicionales, a entender sus relaciones como un juego de suma cero: yo solo gano si tú pierdes. No hay mejor testimonio, ni más obsceno, que la condena porque sí del «café para todos», así, sin más argumentos. Y, todavía más, también provocan conflictos entre nacionalistas. Los nacionalistas podrán organizar muchas galeuscas y fotografiarse juntos, pero tendrán difíciles dos cosas: entenderse en una lengua que no sea la común y elaborar un proyecto fiscal compartido. Los nacionalistas vascos lo último que quieren es que Cataluña acceda a su situación. Y los gallegos, aún menos. Que las cuentas no salen.
Con todo, la dificultad mayor es que estos problemas de compatibilidad con los ideales democráticos no parecen tener solución dentro de la competencia democrática. Hay complicaciones de fondo, generales. Las modernas democracias solo se muestran permeables a los intereses más inmediatos y mezquinos, los que aseguran votos: queremos servicios, pero rechazamos los impuestos; la justicia nos importa menos que nuestro particular beneficio; reprochamos las mentiras de los políticos, pero penalizamos a quienes nos cuentan verdades desagradables. Con tales mimbres el interés general lo tiene crudo.
Pero, además, están los problemas de nuestra peculiar democracia. La perversa conjunción de reglas de juego electoral y de estructura institucional complica la defensa del interés general. Por una parte, es improbable que los privilegiados estén por la labor. No se ganan elecciones en el País Vasco criticando el concierto. Por otra, en las elecciones generales, la concentración territorial de votos permite a los nacionalistas desprenderse de los intereses generales y, a la vez, rentabilizar su condición de masa crítica ante gobiernos minoritarios: cualquiera que quiera gobernar en España los necesitará. Es decir, todos.
Porque los gobiernos minoritarios son los más probables. Quien apueste por un mensaje inequívoco y único se expone a desmembramientos locales (la relación entre PSOE y PSC, por ejemplo) que, a corto plazo, alejan del poder, autonómico o nacional. A largo plazo, vete tú a saber. En democracia solo cuentan las próximas elecciones. Nadie vive hoy del voto de mañana. Al final, los grandes partidos se ven en un dilema ingrato entre apostar por un programa nacional, a riesgo de retrasar el acceso al poder ad calendas graecas, o tocar poder, apoyo nacionalista mediante, con pasteleos conceptuales y programáticos, siempre bajo la amenaza de que, a medio plazo, cuando pierdan el gobierno y su fuerza cohesionadora e intimidatoria, es muy probable que las baronías acaben por descomponer el partido. En realidad, la opción de la travesía del desierto, del programa claro y distinto, solo está abierta a quien, lejos del poder, nada tiene que perder, a los recién llegados. El problema aparecerá cuando quieran pasar de «joven revelación» a «partido de gobierno».
Periódicamente aparecen invocaciones a «acuerdos de Estado», sobre todo entre políticos jubilados. Pero tienen poca viabilidad, siempre bajo la amenaza de la deserción del socio en competencia, tentado por la posibilidad de gobernar, peaje mediante a los nacionalistas, y el gozo de leer en un titular que «el partido se queda solo en el Parlamento». Así las cosas, no hemos de extrañarnos de cómo han ido las cosas: los grandes partidos dejaban a los nacionalistas señorear «sus naciones» a cuenta de sus apoyos y hasta ponían en circulación toda su chatarra ideológica («la riqueza de la pluralidad», «la identidad»). Un ir tirando que, con el tiempo, ha acabado por poner a prueba las costuras de la democracia. La manoseada conllevancia. Pero la verdad es que conllevar, conllevar, solo conllevamos unos.
FÉLIX OVEJERO / Profesor en la Universidad de Barcelona, ABC 23/06/13