JOSU DE MIGUEL BÁRCENA / Abogado y Profesor de Derecho Constitucional, EL CORREO – 24/02/15
· El político no puede realizar sus tareas tratando de acomodar la realidad a su aparato ideológico, pues esta impone condicionamientos a menudo imponderables.
La relación de los intelectuales con el poder político tiene un rancio abolengo. En la mayor parte de las ocasiones, se nos viene a la mente el pensador o científico que presta sus servicios al gobernante, aconsejando o prestando sus saberes para ayudar a la toma de decisiones. Esta es una realidad patente hoy en día, donde las comunidades epistémicas han sido institucionalizadas para tratar de abordar los retos de la sociedad compleja. Sin duda, los avances científicos, los riesgos ecológicos y la inseguridad de los procesos económicos legitiman el ensamblaje entre el conocimiento experto y la política.
En otras ocasiones, los intelectuales dejan de lado su faceta consejera y deciden dar el salto a la arena política. La historia está llena de filósofos y escritores que se han dedicado en algún momento de su vida a la cosa pública. Maquiavelo o Tocqueville en tiempos lejanos, Vargas Llosa o Carlos Fuentes más cercanamente, constituyen el ejemplo más claro de que la erudición no siempre garantiza carreras políticas brillantes. En la actualidad casi ya no hay intelectuales de referencia: los ciudadanos prefieren las tertulias y sus personajes pintorescos o la circulación débil de ideas que proporcionan las redes sociales. En España, eso sí, quedamos los profesores de universidad, cuyo estatus formal no nos atribuye automáticamente la categoría de intelectuales, pero nos proporciona algún rédito frente a la opinión pública en la medida en que solemos ser capaces de hilvanar un par de frases con aparente sentido.
Como todos sabemos, una de las características sobresalientes de la actual situación política de nuestro país es la proliferación de profesores universitarios en alguna de las formaciones que aspiran a dar la vuelta a la penosa situación política, social e institucional que vivimos. No se trata aquí de pedir responsabilidades por el ejercicio de la libertad de cátedra o las posibles irregularidades administrativas de Monedero, Iglesias y compañía. Más bien de explorar la dificultad de cohonestar la función intelectual con la función de gobierno, dada la diversa naturaleza de ambas. Al fin y al cabo, casi todos los gobiernos democráticos en España han tenido algún catedrático en su nómina.
Para empezar, el intelectual o pensador tiene una posición opuesta a la del político. Su tarea pasa por observar los procesos sociales, analizarlos y desentrañarlos, llamando la atención sobre aquellas cuestiones que son necesarias transformar para caminar, si fuera necesario, hacia un horizonte utópico. La libertad crítica, sin embargo, no puede operar cuando quien tiene que ejercerla ocupa directamente el poder. Por ello, la figura del rey filósofo, que hoy sería imposible dado el notable empeño por cargarnos las ciencias humanas, constituye una contradicción que solo pudo constatarse históricamente (Alejandro Magno, Federico el Grande), allí donde la esfera de la libertad de pensamiento no se podía ejercer con garantías económicas y jurídicas.
Otro de los problemas que puede tener el profesor convertido en político es el peso que las suposiciones teóricas tienen en la conformación de los programas y la toma de decisiones. Aquí surge la inevitable contradicción que adivinó Max Weber entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad. El político no puede realizar sus tareas tratando de acomodar siempre la realidad a su aparato ideológico, pues esta impone condicionamientos jurídicos, económicos y sociales a menudo imponderables, como ya advertía Maquiavelo cuando hablaba de la fortuna. El ministro de Economía Varoufakis podría tener la tentación de llevar hasta el final la hipótesis teórica de que Grecia solo podría resurgir de la crisis saliendo del euro, pero por encima de esta tentación emergería la responsabilidad de medir los males inminentes a los que se enfrentarían los ciudadanos griegos, que son ante quienes rinde cuentas.
Resulta del todo interesante, para medir las dificultades a las que se enfrentan los profesores metidos a políticos, repasar las recientes memorias de Michael Ignatieff, brillante y polémico profesor de Harvard que aceptó liderar al Partido Liberal de Canadá para intentar convertirse en primer ministro de dicho país. En ellas recuerda que los académicos también tienen un pasado que puede ser escrutado por la opinión pública y que los libros son un elemento esencial para incorporar los principios inherentes a cualquier proyecto político, pero no sirven para descifrar los códigos de la política contemporánea, el escepticismo que suele caracterizar al votante y sobre todo, la verdadera naturaleza de una sociedad atravesada por intereses y no solo por valores. Su fracaso se debió, sin lugar a dudas, al exceso de confianza (o arrogancia) que le otorgó la firmeza de las ideas que defiende como profesor y periodista.
La nómina profesoral de Podemos es abundante, pero no es el único caso: Gabilondo viene al rescate del PSM y Albert Rivera ha presentado a Luis Garicano como una estrella de rock. Los españoles parecen querer dar la espalda a la actual clase política, a la que califican en muchas ocasiones de vieja, anacrónica y corrupta. No hay que olvidar, en todo caso, que el profesor universitario alguna experiencia histórica tiene con la función de gobierno. Al albor del art. 27 CE, ha venido gestionando los recursos humanos y materiales de los campus que proliferan a lo largo del país. Eso sí, desde la más completa irresponsabilidad política, para qué engañarnos.
JOSU DE MIGUEL BÁRCENA / Abogado y Profesor de Derecho Constitucional, EL CORREO – 24/02/15