ABC-IGNACIO CAMACHO

La anomalía catalana no consiste en los comandos de violencia insurgente, sino en que las autoridades sean sus jefes

ANDA Quim Torra, esa minerva del nacionalismo ilustrado, llamándose a escándalo porque de buena mañana llamaron a las casas de algunos CDR y no era el lechero. Tampoco los visitados eran de la Adoración Nocturna. El empate lo deshace a favor de la democracia el mandato judicial que llevaba la Guardia Civil cuando irrumpió en busca de un material explosivo que efectivamente encontró en el registro domiciliario y que no parecía destinado a la pirotecnia de unas fiestas patronales. El molt honorable aún no ha llegado a la lección del libro gordo de Petete que dice que en los regímenes de libertades la fuerza es un monopolio que ejerce el Estado para garantizar la defensa de los ciudadanos. Así está tan molesto porque a sus brigadas de choque –«apreteu i feu bé de apretar»– y a su cinturón de protegidos pretorianos se les hayan caído las máscaras de pacifistas por tener almacenados unos cuantos artefactos de terrorismo casero y unos manuales para preparar atentados. Al fin y al cabo, quién no tiene en la despensa un poquito de teramita, gasolina y demás compuestos incendiarios, que nunca se sabe cuándo la vida te puede poner en la tesitura de utilizarlos.

El gran problema de Cataluña no consiste en que haya un sector más o menos significativo de la población partidario de la insurrección para obtener la independencia, sino en que las autoridades forman parte de esa facción insurgente a la que dan estímulo y amparo desde las instituciones con el presidente de la Generalitat al frente. Es decir, que los representantes del Estado en la comunidad, que además tienen a su mando una Policía a la que impiden cumplir sus deberes, son los cabecillas del bando rebelde y como tales se manifiestan sin el menor inconveniente. Los comandos radicales, los que ejercen la borroka en las calles, los que arman alboroto cada vez más violento, los que intimidan a la oposición y pintan amenazas en las viviendas de los jueces, no hacen más que interpretar de manera drástica la voluntad expresa de sus jefes. Por mucho que lo maquillen con un pacifismo de colorete, el mito de la resistencia pasiva se vuelve cada vez más débil y tras su imagen desflecada aparece el retrato grupal de una vulgar banda de delincuentes… jaleada por una tropa de imbéciles.

Pero aunque sea potente la tentación de no tomarlos en serio, una nación que se aprecie a sí misma no puede aceptar esta anomalía durante mucho tiempo. Y llegará un momento en que además de los tribunales tendrá que cumplir con su responsabilidad el Gobierno. Los independentistas se han acostumbrado a despreciar el Derecho porque enfrente no encuentran más que pasividad, conformismo o encogimiento. El próximo desafío está al caer en cuanto salga la sentencia del Supremo. En plena campaña electoral, el resto de España va a medir con ojo atento hasta dónde está el presidente dispuesto a seguir haciéndose el sueco.