Miquel Giménez-Vozpópuli
Tras el Domingo de Resurrección podemos decir que son pocas las cosas que resucitarán al final de este túnel. Nuestros fallecidos, los primeros. No serán los únicos
Los muertos dejan huella en los vivos y aquellos que han caído por culpa del virus han de marcar todavía más las vidas de sus deudos. La despedida que no pudimos hacer, aquello que queríamos decir y que ha de quedarse para siempre prisionero de nuestros labios, aquel beso que no tiene destinatario o el abrazo que se perderá en un inmenso vacío son cosas que nos deja la ausencia de padres, hermanos, amigos. Nos queda el parco consuelo de las lágrimas, vertidas más por los que quedan que por los que descansan en paz, lejos de miserias humanas y las mentiras de los poderosos. No han de resucitar, cierto, pero tampoco lo harán cosas que dábamos por vivas, por sólidas.
Para un país de descreídos, que suele acordarse de Dios cuando se golpea en un dedo clavando un cuadro, la dosis de fe que ponemos en todo es notabilísima, mucha más que la de quienes habitan en lugares de fe calvinista, tan fría y desapasionada. Nosotros, aunque les pese a los odiadores, somos tierra de fe, de creencias, de ahí que una de las cosas que no han de resucitar sea la devoción hacia ciertos políticos. Con lo que estamos sufriendo y los quebrantos económicos que se nos vienen encima, la gente de a pie obrará como Santo Tomás y exigirá ver para creer. Y verá poco o nada, porque quienes deberían darle consuelo solo saben darle charlas vacías. Dura tarea la de los Ivanes Redondos si tienen que convencer a los dos nuevos millones de parados que tendremos – hay quien dice que podemos llegar hasta los cinco – acerca de las bondades de Sánchez y su gobierno bolivariano disfrazado de decencia, o a las Rosas Marías Mateos de turno si han de persuadir a los espectadores acerca de que todo son cancioncitas en los balcones, noticias ominosas respecto a lo mal que están en los Estados Unidos o publi reportajes sobre los líderes que tenemos la suerte de gozar.
Esa fe no resucitará tampoco en mi tierra en la que la estupidez congénita del separatismo se ha unido a un sálvese quien pueda que Josep María de Sagarra definió en la frase el gran prende pel saccorporatiu. Mientras Puigdemont y Torra intercambian comentarios acerca de un libro escrito por Carles Rahola emocionados, la consellera de sanidad y la portavoz casi se dan patadas en la espinilla por no ponerse de acuerdo en cifras y fechas; Torra ha tenido que salir a disculparse porque ni son todos los millones de mascarillas que prometió ni están cuando se dijo que estarían; ítem más, han llegado primero las del estado odiado que las de la república panacea.
Incluso es posible que ni Sánchez, ni Iglesias, ni Torra ni Puigdemont sean capaces de resucitar después del triste papel que están teniendo. Pero nunca se sabe
En paralelo, los sembradores de odio estelados manifiestan en las redes su odio inveterado hacia España. Y si bien es cierto que esos canallas que prefieren ver morir a sus ancianos antes que albergarlos en una residencia montada por la Guardia civil resucitarán, porque no han muerto jamás, no lo es menos que muchos separatistas han abierto los ojos, dándose cuenta de en qué manos están. Estamos. Porque antes que ser de esto o de aquello, todos tenemos parientes afectados o muertos. Y por ahí no pasa nadie que tenga dos dedos de frente, por más que la última miserable coartada de los del lazo sea cargarle los muertos a España, y nunca mejor dicho.
Esa fe ciega será difícil que resucite, y lo será también para mucha gente de izquierdas que mira con envidia la gestión de Ayuso o de Almeida. Será imposible una resurrección de los viejos tópicos que habrán caído víctimas de la realidad, mucho más potente y arrolladora que las mentiras emanadas de los partidos. Tampoco resucitará la fe en una Europa que quisimos ver como bastión de libertades y suma de inteligencias para acabar dándonos cuenta de que no es más que un grupo de mercaderes codiciosos, que solo buscan salvar su ombligo aunque para ello tengan que condenar a millones de seres humanos.
La fe no ha de resucitar, la fe en los vivos, me refiero, en esos vivos por partida doble que incluso ahora intentan arrimar el ascua a su sardina, ayunos a toda piedad y contrición.
Incluso es posible que ni Sánchez, ni Iglesias, ni Torra ni Puigdemont sean capaces de resucitar después del triste papel que están teniendo. Pero nunca se sabe. Somos una sociedad inmadura, infantil, a la que se suele engañar con la promesa de un caramelo que jamás acaba de llegar. Yo me reservo la fe para Cristo. Es mucho más eficaz, créanme. Cada año resucita a despecho de todos nosotros.