ABC 03/06/13
XAVIER REYES MATHEUS, SECRETARIO GENERAL DE LA FUNDACIÓN DOS DE MAYO, NACIÓN Y LIBERTAD
«No es casualidad que los regímenes que luego han puesto más empeño en presentarse como herederos directos de la gesta libertadora hayan sido también los mayores propagandistas de la omnipresencia estatal y del asistencialismo, surgido desde el principio
LA Constitución de Cádiz, cuyo bicentenario venimos de celebrar, es tema favorito en las cábalas de la historia perdida: ¿qué habría pasado en España si ese orden liberal y conciliador, con todo y sus defectos, se hubiera abierto camino? A falta de otras referencias, los que anhelamos la paz y la libertad para este país nos esforzamos por trasladar a la Constitución de 1978 aquella vieja esperanza. Queda, en cambio, sin respuesta del futuro, la pregunta por Hispanoamérica: ¿habríamos podido ser «españoles de ambos hemisferios»? Seguramente hay que rendirse al no: la distancia geográfica; la limitación efectiva, para los criollos, de la participación en los mandos del Estado; la crisis de legitimidad de las autoridades tras la invasión napoleónica… Los mismos liberales españoles comprendieron, como ya lo habían hecho los ministros de Carlos III, que el destino debía cumplirse tarde o temprano, y el símil más recurrido era el de la «mayoría de edad». Había plena conciencia de que el material genético español había engendrado un ser nuevo, y si la obra evangelizadora había querido darle los timbres de la civilización, era natural que de esta última se derivasen luego los de esa expresión jurídica y política de lo civil: la ciudadanía.
Otra mayoría de edad, aludida por Kant y más universalmente aplicada al género humano, era la que, por los mismos tiempos, servía para describir el término «Ilustración». Latía también bajo esta idea el ímpetu emancipador, dirigido a reconfigurar la visión de la autoridad y de la convivencia según un sistema ajustado al hombre libre y en posesión de sus derechos; tal era el Estado-nación concebido por el liberalismo. Para América Latina, la construcción de sus Estados-naciones discurrió en paralelo con Europa: hacia 1814, a un lado y al otro se refrescaban las pavesas revolucionarias; en torno a 1830, la mesocracia era el ideal allá y aquí; pasado 1870, el cesarismo que había encarnado Napoleón III tenía sus sosias en el venezolano Guzmán Blanco o en el mexicano Porfirio Díaz. Sólo el rezago de la industrialización hizo que el discurso marxista de 1848 no encontrase campo fértil en Hispanoamérica, y hubo que esperar hasta 1910, con la Revolución mexicana, para ver en aquella orilla un fenómeno análogo. Con lo que vino después en Europa —los totalitarismos bolchevique y fascista—, y aunque América Latina no hubiera estado del todo exenta de la experiencia, podría pensarse que el proyecto ciudadano estaba mejor conseguido allende el océano. Y, sin embargo, los problemas sociales son hoy mayores allá y la promesa del desarrollo más incierta, incluso en un contexto de crecimiento económico, que la de la recuperación para un Viejo Continente en lo más duro de su crisis. ¿Por qué?
La respuesta la dio, hace ya algunos años, el título de una famosa publicación académica: porque la política-importa. Pero queda claro, para cualquiera que le haya dedicado tiempo al tema latinoamericano, que la política no son sólo las políticas, sino algo más profundo; una especie de estructura profunda por donde discurre la relación entre gobernantes y gobernados. Quien repase, además, el proceso por el que se fueron formando en Hispanoamérica esos vicios que parecen tan enquistados, descubrirá que hay no poco de aquel «pecado original» descrito en cierta literatura espiritualista, y que tiene que ver con la aventura de la independencia. La razón es que, a diferencia de lo que sucedió con el nacionalismo revolucionario de Norteamérica (inspirado por el ideario liberal), para el independentismo latinoamericano (impregnado del voluntarismo, hacedor de mundos nuevos, de Rousseau) el Estado no era tanto el principio de un nuevo sistema como su fin último; después de todo, ser independiente es eso: convertirse en un Estado —o sea tomar la forma suprema del poder político. Pero si el liberalismo procuró trazar una clara distinción entre Estado y sociedad (por más que ambos se vinculasen en el principio democrático y representativo de la «soberanía nacional»), en Hispanoamérica la bandera y la arenga patriótica sirvieron en cambio para confundirlos, pues es obvio que la soberanía buscada por el nacionalismo no es sino la del Estado (el «Estado soberano»): todo lo que es el pueblo lo es por virtud del Estado; éste es su concreción, su expresión, su aliento vital.
El destino de los países se halla inevitablemente unido a los fenómenos que les han dado origen, y su madurez política depende, en buena parte, del signo con el que hayan nacido. Hispanoamérica lo hipotecaba todo a aquella suprema providencia pública que debía otorgar la nacionalidad, recompensar a sus partidarios, perseguir a sus enemigos, redistribuir la riqueza, definir las señas de identidad y abrirse un hueco en la comunidad internacional. No es casualidad que los regímenes que luego han puesto más empeño en presentarse como herederos directos de la gesta libertadora hayan sido también los mayores propagandistas de la omnipresencia estatal y del asistencialismo, surgido desde el principio para dar sentido nacional a todas las esferas de la vida colectiva. Y si ello ocurrió en una sociedad en la que había tanto por edificar (las instituciones, el folclore, la literatura), ¿qué será cuando la empresa fundacional no haya de compartirse con las fuerzas sociales que espontáneamente perfilan la identidad común, porque, consolidadas éstas, como en el caso de Cataluña, aquel trabajo consista apenas en reasignarlas a un dispositivo burocrático?
Llevando los laureles de que se creen coronados por el mero hecho de gobernar repúblicas, los regímenes del nacionalismo populista en Hispanoamérica (de derecha o de izquierda) han exaltado el orgullo y han despreciado el mérito, manteniendo las embajadas más suntuosas mientras su gente vive en la miseria; luciendo en sus universidades las togas más ampulosas y los diplomas de letra más gótica, para que, a pesar de las diferencias cualitativas, las elites del país no sean menos doctoras que las de Harvard y Oxford; cambiando el océano de la cultura occidental por el charco de una pretendida singularidad histórica en la que se quedan, como Narciso, arrobados para siempre. Y todo eso se perdona e incluso se celebra, porque la base de los valores republicanos es aquel burladero de la nacionalidad propia; aquel orgullo de ser un macondo absurdo y disfuncional, pero que ¡se respeta, carajo!
Hispanoamérica no es ciertamente una referencia para el nacionalismo catalán, cuya política lingüística tiene a mayor gala entenderse con los andorranos que con 400 millones de hablantes al otro lado del mar. Pero la intriga sofística en la que pretende refugiarse el lance independentista recuerda en mucho aquel parricidio antiépico que Héctor A. Murena (en el ensayo titulado, precisamente, El pecado original de América) atribuyó a la autocomplacencia de toda la sociedad hispanoamericana: de las clases bajas porque «pueden suponer que esta vida es continuación de la otra, que no hay necesidad aquí de hacer historia, que la historia está allá, y que basta con ejecutar el parricidio en el fácil orden del dinero, mediante la superación económica del pasado…», mientras las «clases cultas… conciben la superficial idea de que basta con ejecutar el parricidio mediante la erudición», es decir, mediante la palabrería. Dinero y retórica. ¿En eso quiere Cataluña fundar también su república?