JAVIER ZARZALEJOS-EL CORREO

  • Las urgencias económicas empujan a un nivel de gasto sin precedentes a costa de la deuda, que cargará sobre las espaldas de la próxima generación

Cuando la recesión provocada por el coronavirus ya se perfilaba en toda su gravedad, la directora general del Fondo Monetario Internacional animó a los gobiernos a gastar «lo que pudieran». Había que construir una muralla de gasto para detener el impacto económico de la pandemia, su repercusión sobre el empleo y el parón de la actividad provocado por los diversos grados de confinamiento. Desde la UE se lanzaban los mismos mensajes para afrontar una situación de emergencia económica con riesgo de derivar hacia la emergencia social. Pero si se trata de gastar lo que se pueda, es evidente que no es lo mismo lo que puede gastar Alemania que otros socios europeos. Por ejemplo, España, que partía de una situación de deterioro de sus cuentas públicas desde que en 2018 el Gobierno socialista salido de la moción de censura contra Mariano Rajoy decidiera no seguir con el esfuerzo de consolidación fiscal que su antecesor había comprometido.

Parece como de otro mundo recordar que hubo un tiempo en el que la prima de riesgo no dejaba dormir y en el que una caída del 4% del PIB constituía una crisis espantosa. Aquellos tiempos en los que la economía y el Gobierno se tenían que dejar muchas plumas para rebajar cada décima de déficit público y en los que alcanzar el 100% de deuda sobre el PIB se consideraba pisar una línea crítica para la sostenibilidad de nuestro endeudamiento. Ayudar a una empresa o a un sector requería someterse al escrutinio estricto del régimen de competencia de Bruselas y difícilmente podía pensarse que se movería un euro sin que hombres con traje negro -o, como poco, gris- velaran por el cumplimiento de las estrictas condiciones impuestas después de duras negociaciones. Gobiernos como el español tenían que lidiar con el siniestro retrato que pintaban sus adversarios, los mismos que ahora entonan llamamientos pretendidamente patrióticos a la unidad y a «arrimar el hombro».

Angela Merkel ya no es una odiosa vigilante de la ortodoxia financiera, sino una líder benévola que apoya que la Unión se endeude como nunca antes para captar el dinero que generosamente se repartirá a los europeos mas débiles y la izquierda caliente del sur de Europa ya no hace vudú con su muñeco, sino que la pone de ejemplo. El resultado es que no hay una sola regla, una sola restricción de las que condicionaron decisivamente la gestión de gobiernos anteriores en otras crisis que haya quedado en pie. Tal vez sea ese, gobernar sin reglas, el secreto de la sonrisa de Sánchez, que de otro modo resultaría inexplicable u ofensiva.

Sabemos que este año la deuda pública puede superar con holgura el 120% del PIB y que el déficit público se situará por encima del ¿10%? Animados por la previsión, casi seguridad, de que los tipos de interés se mantendrán durante muchos años en los actuales mínimos y, por tanto, la financiación será barata, y contando con las transferencias del fondo de recuperación comunitario, en estos momentos la gravedad de semejantes desequilibrios apenas se percibe en el dominio público. Lo fundamental, además, es que todo este gasto está justificado por la necesidad de sostener la economía y minimizar el impacto sobre el empleo, cueste lo que cueste. Los hay, sin embargo, que advierten de que el recurso masivo al endeudamiento de todas las economías terminará por reflejarse en las primas de riesgo y que la capacidad del Banco Central Europeo para amortiguar este efecto no es ilimitada.

Nos encontramos en una situación en la que las urgencias económicas y sociales hacen imperativo un nivel de gasto sin precedentes que sólo se puede financiar con deuda. Pero es igualmente cierto que la bondad de las razones para el gasto no borra su impacto presente y futuro. La deuda hay qua pagarla y no siempre será tan barata. Y eso significa que seguimos adquiriendo compromisos que, como ocurre con las pensiones, serán cargados sobre las espaldas de la próxima generación. El pacto intergeneracional sigue desequilibrándose en perjuicio de los que ahora empiezan a asumir con una preocupante resignación que ellos no cobrarán una pensión pública y tendrán que ver cómo consiguen pagar las cuentas que les dejemos. Siendo realistas hay que reconocer que va a ser difícil que aliviar esa carga para el futuro.

Pero si eso se antoja difícil, lo que sí está en nuestra mano es que, junto con las obligaciones de la deuda y el pago de las pensiones, nos pongamos seriamente a compensar ese pasivo con una economía transformada que genere empleo y valor y una educación a la altura de ese imperativo que genere oportunidades. Ninguna de las dos cosas se ven en el horizonte porque el vacío reformador es clamoroso y porque la política que gira alrededor del juego de poder de la coalición de Gobierno y sus socios sigue escribiéndose como un simple manual de resistencia.