José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
El presidente del Gobierno no puede, no debe —y tampoco quiere—, ni amagar con aceptar el ultimátum de los grupos soberanistas, de los que depende la aprobación de los Presupuestos
¿En qué cabeza cabe que un presidente del Gobierno compensaría el apoyo a unos contingentes Presupuestos Generales del Estado con la negociación sobre los más elementales principios constitucionales? Los dirigentes del separatismo catalán se están frotando lo ojos: el viejo Estado español, con una mala salud de hierro, a pesar de los pesares y los errores de sus dirigentes, va a sentar en el banquillo dentro de una semana a los principales protagonistas —fugados al margen— de los hechos de septiembre y octubre de 2017, presuntamente constitutivos de delitos de rebelión, sedición, malversación y desobediencia. Entonces —en aquel otoño patriótico e impune de 2017—, parecía que el Estado era de caucho y las leyes de algodón, y la Constitución, poco más que una declaración de intenciones.
De nuevo los independentistas se están dando de bruces con el principio de realidad. Que consiste en que España es un “Estado social y democrático de derecho” (artículo 1º de la CE); que “la soberanía nacional reside en el conjunto del pueblo español, del que emanan todos los poderes del Estado” (artículo 1º. 2 de la CE); que la “Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española” al tiempo que garantiza “el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre ellas” (artículo 2º de la CE); que “los españoles son iguales ante la ley” (artículo 14 de la CE), y que “la justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por jueces y magistrados integrantes del Poder Judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley” (artículo 117. 1 de la CE).
¿Qué parte de estas disposiciones —y otras conexas— no terminan de entender los independentistas? Porque todas ellas resultan de aplicación y se están aplicando desde que en octubre de 2017 la Sala Segunda del Supremo admitió la querella del fiscal general del Estado contra los dirigentes de la asonada catalana y echó a andar una instrucción penal y un procedimiento posterior que ni el poder legislativo ni el poder ejecutivo podrían haber detenido, porque en nuestra democracia, con todas la imperfecciones que se quiera, rige el principio de división de poderes.
Poderes no le faltan al presidente del Gobierno (Título IV de la Constitución, artículos 97 y siguientes), pero carece de los que le reclaman los secesionistas para que exima a los encausados ante el Supremo de sus presuntos delitos (si procede, lo hará el tribunal) y no tiene ni uno solo que pueda afectar o infringir los pronunciamientos dogmáticos que protegen tanto la unidad nacional como el autogobierno de Cataluña, una nacionalidad histórica que integra España y que se rige por su Estatuto de Autonomía de 2006, 14 de cuyos 223 artículos fueron declarados inconstitucionales y otros 27 eficaces conforme con la interpretación de la sentencia del propio órgano de garantías constitucionales, dictada en 2010.
El presidente del Gobierno no puede, no debe —y, efectivamente, tampoco quiere—, ni amagar con aceptar el ultimátum de los grupos independentistas, de los que depende la aprobación de los Presupuestos. Puestas las cuentas anuales en un platillo de la balanza y en el otro todo el acervo constitucional en juego, la elección no tiene la más mínima duda si es que cupiera —que no cabe— que Pedro Sánchez la tuviese sobre aceptar o no las imposibles condiciones que ponen encima de la mesa los dirigentes republicanos y neoconvergentes. Si ya se equivocaron tan gravemente en septiembre y octubre de 2017 y años anteriores, contando con una exigua mayoría parlamentaria, pero no social, resulta inexplicable que persistan en el error tratando de persuadir al presidente con el muy romo argumento de que no le aprobarán los Presupuestos del año. Poca cosa en este lance.
Que no lo hagan y vayamos a elecciones, si así lo decide Pedro Sánchez, o continuemos con el actual Gobierno hasta que su responsable máximo lo decida. Porque, por encima de ideologías, preferencias y aspiraciones, en este momento, lo que está en juego para el Estado es tan importante que los separatistas no llegan ni a imaginarlo.
La amenaza de no apoyar las cuentas del Ejecutivo es mínima y hasta banal ante el reto, el desafío, que tiene ante sí el Estado, que es el de demostrar que en España su democracia hace justicia —la que se refleje en la sentencia que se dicte—, que su Tribunal Supremo (como todos los jueces y demás tribunales) la administra con plenas garantías para los enjuiciados (artículo 24 de la CE) y que se somete voluntariamente desde 1979 a la jurisdicción del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo.
Ni se lo imaginan los independentistas: la vista oral que se inicia el próximo martes es mucho más importante para el Estado español, para la nación española y para la propia Cataluña que unos anuales Presupuestos. Cuando este episodio tan largo y doloroso concluya conforme al principio de legalidad, la democracia española será —muy al contrario de lo que opinan los secesionistas— más fuerte y más sólida. En definitiva, que unas enmiendas a la totalidad a los Presupuestos resultan puramente inanes ante la gran cuestión que se ventila en estos tiempos oscuros. Ni se lo imaginan —insisto— los dirigentes que ayer —¡qué inmensa torpeza!— amenazaron a Sánchez con tumbar su Gobierno.