Gabriel Albiac-El Debate
  • Si el presidente del Gobierno posee datos fehacientes de esa «venta» —cuyo nombre propio es «soborno»— de la derecha parlamentaria a intereses económicos de esos «buenos pagadores» que serían específicas empresas privadas, entonces su obligación es presentarse ante el juzgado de guardia

El presidente del Gobierno ha entrado en el territorio más grave al afirmar, en el pleno parlamentario de hace dos días, que una fracción mayoritaria de los diputados españoles había sido sobornada por los «ultrarricos» dispuestos a extraer copioso beneficio económico de su soborno. Por una vez, las palabras del señor Sánchez Pérez-Castejón no pueden ser, sin más, tomadas a chacota, como merecen tan habitualmente serlo. Porque esas palabras ponen sobre la mesa lo más grave que pueda sucederle a un parlamento: que sus miembros sean sólo una banda de asalariados al servicio de oscuros «pagadores».

No es interpretación. Ni benévola ni malévola. Es la literalidad de la alocución que tuvo a bien lanzar el caudillo socialista contra los diputados que pedían cuentas acerca del caos eléctrico generado por la tan sospecha afición de los amigos de Sánchez a beneficiar, sin argumento científico alguno, a las fotovoltaicas. Palabra de presidente: «Los mismos que acusan al Ejecutivo de no haber dado aún ninguna información sobre el apagón, llevan días recomendando una solución que consiste, qué casualidad, en su agenda ideológica y en los intereses de algunas empresas energéticas que tienen propiedad en las centrales nucleares… Han vendido su espíritu crítico a un buen pagador».

Y, digámoslo claro, si el presidente del Gobierno posee datos fehacientes de esa «venta» —cuyo nombre propio es «soborno»— de la derecha parlamentaria a intereses económicos de esos «buenos pagadores» que serían específicas empresas privadas, entonces su obligación es presentarse ante el juzgado de guardia con tales datos. E iniciar un procedimiento penal de la mayor envergadura. Contra los corruptos «pagadores», por supuesto: que estarían entre las más importantes empresas de este país. Pero, aún más, contra todos aquellos diputados que les habrían «vendido» a buen precio su deber de velar por los intereses ciudadanos. Y que, al cometer tal villanía, habrían desprestigiado los fundamentos mismos del régimen representativo. ¿Existe algo políticamente más grave que eso?

No, no estamos ante una bobería retórica, como todas ésas de las cuales está forjado el infraneuronal discurso convenido del señor Sánchez. Esta vez, no es ya de un delito de lo que vino a hablar el presidente. Es de la ilegitimidad del parlamento mismo. Y, si el parlamento actual es ilegítimo, ¿qué otra cosa podría hacer con él que no fuera proceder a disolverlo, mientras sus miembros aguardan a sentarse en el banquillo?

Si Pedro Sánchez optase por esa vía, por una vez en su vida política, habría emprendido un camino honorable. Que desembocaría en éxito judicial o en fracaso. En la condena penal de todos y cada uno de los diputados de la derecha española. O en su no culpabilidad y, con ella, el ridículo habitual de un político que ha hecho de su impermeabilidad al ridículo instrumento de batalla.

Pero, si el presidente del Gobierno puede acusar en el Parlamento a la oposición de haber sido sobornada, y si el presidente del Gobierno no mueve un dedo ni para inhabilitar a los sobornados ni para encarcelar a los responsables de las empresas eléctricas sobornadoras, ¿a qué paraguas moral podrá ya acogerse? O bien ha mentido en sede parlamentaria, lo cual, además de un delito, es una exhibición de infamia bastante fea. O bien ha revelado la más siniestra verdad de la historia reciente española y se niega a colaborar con la justicia que debe castigarla.

En una democracia parlamentaria con plenas garantías no se puede jugar con estas cosas. Ni hacer del parlamento exhibición de tifosi que se insultan echando mano de cuanta podredumbre fantaseen sus enfermas neuronas. Ni cargar sobre núcleos productivos primordiales la acusación de estar llevando a cabo un golpe de Estado silencioso. En una democracia garantista, el primer ministro debe ser inflexible con quienes violan la ley. Y cauteloso en el uso del lenguaje parlamentario. Pero, ¿qué pueden dársele inflexibilidad moral y rigor discursivo al señor presidente del Gobierno?