Jesús Vacho-Vozpópuli
Es evidente que quienes persiguen forzar un cambio de régimen enterrando la Constitución del 78 no albergan ninguna intención de llegar a un gran pacto de Estado en el que quepa una mayoría de españoles
En junio de 1977, tras las primeras elecciones generales celebradas finalizada la dictadura, elecciones que ganó ampliamente UCD, la situación económica española parecía insostenible: la tasa de inflación rondaba el 40%, el paro afectaba casi a un millón de personas, el déficit exterior triplicaba las reservas de oro y divisas del Banco de España, y bancos y empresas arrastraban deudas millonarias. De modo que Adolfo Suárez encargó al profesor Enrique Fuentes Quintana, el economista más prestigioso del momento, y a su equipo de colaboradores la redacción de un “Programa de urgencia económica” cuyos objetivos debían atender a una reforma fiscal a corto plazo, ligada al fin de la indexación de precios y salarios, el freno a la expansión de la masa monetaria y la reducción drástica del déficit presupuestario.
En octubre del mismo año, el ilustre carrionés entregó su «Programa de urgencia» en forma de un documento de 101 folios. En las tres semanas siguientes, el texto fue ampliamente analizado y debatido por todos los grupos políticos. En apenas veinte días, el pacto se concretó en los 109 acuerdos de La Moncloa que daban absoluta prioridad a la llamada política de saneamiento (precios y salarios, medidas urgentes de carácter fiscal, presupuestario y monetario), en tanto que las reformas estructurales, salvo la fiscal, quedaron como decisiones a adoptar en el futuro, algo que finalmente no se llevaría a cabo y que terminaría siendo motivo de la dimisión de Fuentes Quintana.
Los ‘Pactos de la Moncloa’ tuvieron el gran mérito de evitar el colapso de la economía española y preparar el terreno para los años de crecimiento y desarrollo que vinieron después. Desgraciadamente, las reformas estructurales propuestas no llegaron a aplicarse nunca, algo que hubiera cambiado en profundidad la estructura de los grandes sectores productivos y asentado la libre competencia. Por encima del éxito económico, los ‘Pactos de la Moncloa’ vinieron a sancionar la decisión de un país y de unos partidos, con el PCE a la cabeza, de dejar atrás 35 años de dictadura y superar la tragedia de la Guerra Civil sobre la base de la reconciliación y el perdón entre vencedores y vencidos, dispuestos todos a abrir un futuro de convivencia bajo el paraguas de una Constitución democrática en la que cupieran todos.
La diferencia con lo que se pretende ahora es abismal, empezando porque en este momento no existe sobre la mesa plan alguno redactado por los mejores expertos del país sobre el que discutir y acordar. Es todo humo. Pero, más importante aún, las diferencias entre uno y otro momento están en la filosofía de la propuesta y, si se quiere, en el espíritu de la misma: en la voluntad de consenso de unas formaciones convencidas de la necesidad de forjar un gran pacto de reconciliación que terminaría concretándose en la Constitución de 1978, la norma básica que, con sus luces y sombras, ha dado a los españoles los mejores años de paz y prosperidad de nuestra historia.
El caballero que desde la presidencia del Gobierno propone ahora una reedición de aquellos pactos es alguien que reniega de la Transición y abandera una revisión radical de ese periodo histórico y, lo que es peor, de la propia Constitución, ello en línea con la estrategia revisionista iniciada por Zapatero en 2004. Un caballero que para gobernar necesita el apoyo de un partido populista radical cuyo líder respalda las tesis de los separatismos catalán y vasco, y que, entre otras cosas reñidas todas con el espíritu de la Transición, se dedica desde la vicepresidencia del Gobierno a atacar la figura del Jefe del Estado y a socavar la legitimidad de la Corona sin que su jefe en la cabecera del Consejo de Ministros le llame al orden. Está claro, por eso, que calificar el último movimiento táctico de Sánchez de “nuevos Pactos de la Moncloa” es una broma o lo que es peor, una burla, porque una iniciativa semejante planteada con seriedad exigiría como condición sine qua non la ruptura de ese Gobierno de coalición y el cambio radical de socios parlamentarios. Exigiría la reinvención de Pedro Sánchez Pérez-Castejón.
Es evidente que quienes persiguen forzar un cambio de régimen enterrando la Constitución del 78 no albergan ninguna intención de llegar a un gran pacto de Estado en el que quepa una mayoría de españoles. Y es evidente, también, que se trata de un señuelo, el enésimo truco del prestidigitador, un nuevo intento de confundir a la oposición y, naturalmente, una nueva maniobra del aparato de propaganda social comunista tendente a alimentar eso que llaman el “relato” de la salida de una pandemia que va camino de cobrarse 20.000 vidas y que nos amenaza con la bajada a los infiernos de la crisis económica y social más grave de nuestra historia reciente y con el peor Gobierno imaginable. Sánchez sabe que es imposible plantear ese tipo de pactos con los socios que lleva en la mochila, y que Casado y mucho menos Abascal (el acercamiento de Arrimadas, a falta de explicación cabal, no se entiende) no le van a comprar esa mercancía. Un simple juego de guiñol, tal vez una broma macabra. El problema es que se le nota mucho, y que ya no engaña a nadie.
Mutualizar el dolor
Cierto que Sánchez sería el hombre más feliz del mundo si consiguiera mutualizar sus errores en la gestión de la pandemia, su sectarismo al permitir la marcha del 8-M, su incapacidad para dotar de material sanitario a la población, haciendo al centro derecha corresponsable del sufrimiento padecido por tantas familias españolas. Pero eso no va a ocurrir porque es metafísicamente imposible que los partidos constitucionalistas traguen ese anzuelo. En realidad, su planteamiento es mucho más sencillo. Se vio el Jueves Santo, en la sesión del Congreso. Primero tiendo la mano ofreciendo pactos y luego suelto a mi Lastra para que ponga a Casado de chupa de dómine, seguramente en la esperanza de que, en el posterior arrebato, los chicos del PP hubieran roto la baraja rechazando ofendidos cualquier tipo de pacto. Una sencilla operación que le hubiera permitido, gratis total, encontrar un culpable para su “relato” sin necesidad de meterse en libros de caballerías. Este es el juego de Sánchez. A eso se reduce todo.
No sé si será un exceso calificar de dictadura lo que hoy estamos viviendo, pero lo que es seguro es que ‘esto’ ya no es una democracia o empieza a dejar de serlo
No le salió. Tampoco es que le importe mucho. La tinta de calamar de estos sedicentes ‘Pactos de la Moncloa’ durará unos días, tal vez una semana o dos, pero acabará como el rocío de las eras agostado pronto por el poderoso run run de la maquinaria liberticida que avanza sobre el escenario de dolor y muerte que hoy preside la España encerrada. Aquí están ocurriendo cosas muy graves todos los días. Cosas que ponen los pelos de punta. Deterioro de las libertades a uña de caballo. El episodio sufrido por ‘Vozpópuli’ a manos de los “verificadores de la verdad” de extrema izquierda. La obscena manipulación de la encuesta del CIS, con sus respuestas inducidas. El acuerdo firmado entre Celaá (Educación) y Mateo (RTVE) para coproducir cien capítulos de contenido “educativo y didáctico” para consumo “infantil y juvenil”, destinado a engordar los bolsillos del lobby cultural de la ceja… El cerco sobre la libertad de prensa, lo que se puede decir o no decir, empieza a ser agobiante. El silencio de la mayoría, espeso. Con la Justicia sepultada bajo siete capas, solo les queda rendir a los escasos medios que, en papel o Internet, siguen resistiendo. No sé si será un exceso calificar de dictadura lo que hoy estamos viviendo, pero lo que es seguro es que ‘esto’ ya no es una democracia o empieza a dejar de serlo. Por eso los nuevos ‘Pactos de la Moncloa’ son apenas un juego para Sánchez. Puro divertimento. En realidad deberíamos llamarlos ‘Los timos de la Moncloa’.