JAVIER REDONDO, EL MUNDO – 22/09/14
· El autor afirma que el primer ministro conservador no contó con que los electores laboristas votarían contra él.
· Cree que el Gobierno británico se equivocó al plantear el referéndum como solución definitiva al nacionalismo.
Salvajes, rudos intrépidos, menesterosos, valientes, aguerridos y tercos. Esta es la imagen que proyectaban los escoceses sobre sus distinguidos vecinos del sur: los ingleses tenían su Carta Magna, su derecho de gentes y luego su Bill of Rights. Escocia era un reino con tribus y feudos. Un parlamentario inglés del XVIII aborrecía la sola idea de compartir escaño con un diputado escocés. No era para menos. Hasta ese momento, en las tres ocasiones en las que Inglaterra trató de invadir Escocia o ambos territorios se enfrentaron, los bravos escoceses acabaron poniendo pie en suelo inglés: Eduardo I sucumbió en junio de 1314 ante Robert Bruce en la batalla de Bannock-burn. Bruce había sucedido a William Wallace, que en tantos apuros había puesto unos años antes al ejército del rey Eduardo.
El soberano inglés intentó con las armas lo que no pudo conseguir mediante alianzas matrimoniales. Nicolás III de Escocia quiso casar a su nieta, la doncella de Noruega, con Eduardo. Era la forma de acabar con décadas de enemistad. Pero el proyecto se fue al traste, también por la oposición de Bruce, que acabó invadiendo Irlanda y entrando en Inglaterra. En 1328, Inglaterra reconoció la independencia de Escocia.
La segunda vez fue mucho peor, porque los escoceses lucharon contra su propio rey. El primer Estuardo se sentó en el trono inglés en 1603. Era el candidato más fiable a los ojos del Consejo privado de la reina Isabel Tudor. A falta de un procedimiento reglado, el Consejo se olvidó de las tradicionales alianzas entre Escocia y Francia y recurrió al hijo de la malograda María Estuardo. Jacobo I ya reinaba como VI de Escocia desde 1567. De modo que en ese año de 1603 los reinos de Escocia e Inglaterra se unieron. Jacobo I conocía a sus compatriotas y no se entrometió en sus asuntos. Sin embargo, su sucesor, el zaíno Carlos I, no atendió a razones. Desposeyó a los nobles de sus tierras y trató de unificar las iglesias. Carlos I actuó como un auténtico déspota; los escoceses, como verdaderos fanáticos.
Para someterlos, el rey de Inglaterra recurrió a la ayuda del Papado, lo cual enardeció tanto a presbiterianos escoceses como a su propio Parlamento, defensor a ultranza del puritanismo. En 1642 estalló la Guerra Civil en Inglaterra. Carlos I acabó decapitado por Cromwell, líder del Parlamento; y los escoceses campando a sus anchas por Newcastle. Luego, Cromwell se erigió en tirano –él se llamaba Lord Protector– de su peculiar república hereditaria y no reparó en sangre para reprimir a los escoceses, que reclamaron la vuelta de un Estuardo.
Así sucedió: en 1660, con Carlos II se recuperó la unión de los reinos. Precisamente fue la última Estuardo, la reina Ana, la que firmó el Acta de Unión en 1707. Tras un siglo de unión de coronas, ahora se unificaban los parlamentos. Escocia no perdía su soberanía, sus representantes se integraban en Westminster bajo el principio «un rey, un Parlamento». Los ingleses no sometieron a los escoceses ni anularon su identidad.
Independientemente de las diferencias en cuanto a sus respectivos orígenes remotos, los pueblos de habla inglesa tenían los mismos intereses. Tan conscientes eran de ello los escoceses que cuando su Asamblea amagó con no aceptar el Acta de Establecimiento aprobada por el Parlamento inglés en 1701, que regulaba la sucesión a favor de la casa Hannover, a los ingleses les bastó con la amenaza de una ley de extranjería aplicable a Escocia para que la Asamblea cambiara de criterio. Después, sólo en un momento puntual los escoceses cuestionaron a los Hannover. En 1745, una revuelta instigada por el príncipe Bonnie Charles trató de devolver el trono al heredero Estuardo. Aunque finalmente los rebeldes fueron derrotados, sus hombres se habían quedado a las puertas de Londres.
Gran Bretaña era un imperio próspero, una gran potencia en expansión, y mucho más tras la colonización de América del Norte. Por su parte, Escocia nutrió a Inglaterra de Ilustración. Aportó tantos nombres insignes al pensamiento británico que no podían ya ser considerados bárbaros. Al contrario, se convirtió en el centro cultural y de pensamiento del Imperio. Por otra parte, Escocia era el hermano pobre, pero el Acta de Unión permitió la movilidad social y la definitiva desarticulación del feudalismo. Glasgow despegó gracias al comercio del tabaco. Por tanto, el pueblo escocés no tuvo necesidad ni oportunidad de desarrollar una suerte de patriotismo e identidad diferenciada.
Un siglo más tarde, en la segunda mitad del XIX, mientras en Europa brotaban los nacionalismos, los escoceses se encontraban cómodos al abrigo del laborismo. En el Ulster sí echó raíces el independentismo –el Acta de Unión de Irlanda es de 1800–, y uno de sus líderes, James Henderson, propietario del Belfast News Letter, quiso implicar a los escoceses «pulsando el resorte religioso». No lo consiguió, en Escocia había arraigado el movimiento obrero.
Por todo esto, el SNP –nacido en 1934- carecía de argumentos sólidos y eje vertebrador: sin Inglaterra las cosas serían mucho más difíciles y al mismo tiempo Escocia contaba con sus propias selecciones nacionales de rugby y fútbol para dar rienda suelta a su bandera y sentimientos. Además, cuando gobernaban los laboristas sus políticas beneficiaban a las zonas industriales y deprimidas. Durante el primer tercio del siglo XX, el Reino Unido tenía enemigos demasiado poderosos fuera de las Islas como para que Escocia pensara en defenderse por su cuenta. Inglaterra nunca negó que Escocia fuese una nación y ambos tenían claro que su plan era el comercio. Dado que los laboristas constituyen el partido tradicionalmente hegemónico en Escocia, el primer error de Cameron al convocar el referéndum fue no caer en la cuenta de que él es un conservador. Los electores indecisos eran laboristas. Sólo había que esperar a ver qué pesaba más, si su sentimiento anti-tory o su identidad escocesa. Un unionista escocés, votante laborista, tenía la oportunidad de quitarse de encima para siempre a los conservadores. He aquí parte de la complejidad que no resuelven las consultas de este tipo. De hecho, las sucesivas devoluciones y restituciones de competencias –1979 y 1998– las llevaron a cabo gobiernos laboristas. Sólo en los años 70, al descubrirse yacimientos petrolíferos en el noreste del país, el SNP reivindicó que sus beneficios debían revertir exclusivamente sobre su pueblo.
Los nacionalistas escoceses no obtuvieron mayoría en su Parlamento hasta 2007 –por cierto, el sistema electoral es mixto y el SNP suele obtener la mayor parte de sus escaños en el reparto proporcional–. La crisis económica asomaba en el horizonte. No es Inglaterra la que maltrata a Escocia, al contrario. Ha sido la crisis la que ha maltratado a todos. Y al final, aunque dio munición al independentismo, los escoceses han decidido sobrellevarla en una casa de ladrillo y con chimenea.
El segundo error de Cameron –al que se apuntaron el resto de fuerzas unionistas: laboristas y liberales– fue viciar el referéndum durante el sprint final de campaña. Desde el momento en que prometió conceder más competencias a Escocia en materias fiscal y de políticas sociales, las repuestas sí y no dejaron de ser simétricas y sentó las bases del problema que viene. El no ya no fue un no, legitimó al sí y se convirtió también en un tal vez en el futuro y ahora denos lo que es nuestro.
La equivocación de adulterar el no permitió apuntalar su victoria, pero introdujo la confusión necesaria como para que aparecieran los exégetas y partidarios de la tercera vía, en su salsa en estos casos. Luego, aquí tratamos de poner nuestras etiquetas a los procesos y ya hablamos con soltura de un modelo federal para el Reino Unido. Pero no es tan fácil. Primero, el federalismo es un recurso para organizar y distribuir el poder, pero no de necesaria implantación en sociedades fragmentadas por identidades. Argentina y Brasil son estados federales. Y en Estados Unidos no hay separatismo. Segundo, Gran Bretaña carece de Constitución escrita y eso complica un poco más el diseño federal, basado en una clara delimitación de competencias entre el Estado y todas sus partes. Tercero, la Cámara de los lores británica no es de representación territorial. En suma, el tercer error de Cameron fue plantear la votación como la solución a un problema, cuando en realidad, era sólo una estación de paso donde el convoy cambia de vía.
Javier Redondo es director de La Aventura de la Historia y profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid.
JAVIER REDONDO, EL MUNDO – 22/09/14