- No hay mayor fracaso para un proyecto social que claudicar ante el triunfo del ventajismo político.
Al día siguiente de la riada de Valencia, un grupo de scouts y amigos fuimos a Picaña.
Éramos de los primeros en llegar a la zona. En la casa en la que entramos a sacar barro y enseres nos encontramos con otros voluntarios (todos jóvenes), con familiares del dueño, vecinos y con el propietario, un hombre ya mayor con surcos de agotamiento y tristeza en los ojos.
Era una extraña compañía. Personas que jamás habríamos escogido como amistades. Y, sin embargo, ahí estábamos. Nos coordinamos bien.
Estuvimos, pues, gentes de derecha y de izquierda, ateos y creyentes, que hablaban valenciano y castellano. Nadie mejor que nadie. Nadie peor que nadie. No había cálculo. No necesitábamos esperar a que el hombre pidiera ayuda, porque cada uno de nosotros sabíamos, en palabras de Lévinas, que «desde el momento en que el otro nos mira, somos responsables de él».
Emmanuel Lévinas, filósofo francés, de origen lituano y víctima del Holocausto, basó todo su pensamiento en una premisa ineludible, y es que la filosofía primera es la ética.
Y la ética se fundamenta en la responsabilidad ante el otro.
Su crítica al pensamiento occidental (que había derivado en los totalitarismos del siglo XX) es que en él se dan las bases para la primacía del yo. Esa primacía nace del concepto cartesiano «pienso, luego existo». Es decir, que la realidad inicial es el yo que juzga el mundo.
Eso lleva a considerar al otro como una idea abstracta, como un ser ajeno a mí. Un ser con el que puedo entrar en relación, sí, pero no desde el que miro el mundo.
La filosofía de Lévinas fue de una radicalidad absoluta. Porque concebía esa responsabilidad como algo «más allá de lo que yo haga». Lo que quiere decir que no importa tanto el éxito de nuestras acciones como el deber de construir el mundo desde el otro.
«Había razones para actuar de inmediato: el imperativo moral del dolor ajeno estaba por encima de los resultados que pudiéramos obtener con nuestros actos»
Probablemente nuestra acción, como la de muchos otros, apenas haya sido una gota minúscula incapaz de modificar la dura realidad vivida. Posiblemente nuestros esfuerzos hayan sido en vano frente a la capacidad logística de una organización con más recursos que nuestras manos.
Pero había dos razones para actuar de inmediato: que el Estado había renunciado a sus obligaciones, y que el imperativo moral del dolor ajeno estaba por encima de la practicidad de los resultados que pudiéramos obtener con nuestros actos.
Si algo se ha podido comprobar estos días es que, en muchos casos, además de la ayuda material, se ha caminado junto a las personas castigadas sin esperar contrapartida presente ni futura.
Ha habido un principio esencial que se ha salvaguardado. Que el otro importa, que su destino nos incumbe.
Para muchos, simplemente, saber que no estaban solos ha sido más salvífico que el acto mismo de empujar unos cuantos kilos de lodo.
La brutalidad de la indiferencia ante el dolor ajeno por intereses partidistas ha sido tal que me resulta imposible reconocer dignidad alguna en quien afirmó que sólo estaría allí si se le llamaba para estarlo.
Los ciudadanos hemos observado atónitos cómo se han evadido responsabilidades, cómo se han primado tácticas, cómo se ha huido del escenario sin mancharse del fango.
Salir al encuentro del otro es siempre un riesgo. Conmoverse es un motor para el acto. Calcular, un lodazal de indignidad.
Escribía Lévinas, tras su paso por los campos de concentración y la pérdida de toda su familia, que todo se resume en la frase «heme aquí». Justo y exactamente lo contrario de lo que hemos vivido.
Para muchos, este colapso del Estado autonómico, este fracaso de las instituciones dominadas por la burocracia de la elusión de responsabilidades, es el último peldaño que evidencia que todo debe ser repensado. Hemos visto cómo se ha degradado lo humano a medio para disputas y se ha olvidado la dignidad de cada vida por la que no se ha luchado.
«Se dio por muertos desde el primer día a los desaparecidos. No se luchó ni una mínima parte de lo que se ha luchado en otras ocasiones»
Algunos nos acostamos hace unas semanas pensando que vivíamos en un país y nos hemos despertado en una autonomía. Se ha preferido escarbar en el laberinto de las competencias que en el barro de los ahogados.
Se dio por muertos desde el primer día a los desaparecidos. No se luchó ni una mínima parte de lo que se ha luchado en otras ocasiones por salvar a un minero atrapado, un niño caído, una mujer refugiada ante un incendio.
Cero.
Y no ha sido porque no hubiera gente dispuesta hacerlo.
No hay mayor fracaso para un proyecto social que haber claudicado ante el triunfo del ventajismo político frente al rostro castigado.
Sí, presidente. Usted era guardián de sus ciudadanos, como Caín de su hermano. Nos quedan muchos meses de reconstrucción, por desgracia. Nos quedan semanas de bandos, de relatos, de chantajes y señalamientos.
Pero lo que permanecerá, en lo más profundo de la herida de nuestra conciencia, no son sólo los errores cometidos, sino las mezquindades afirmadas.
Necesitábamos ayuda, pero no teníamos que pedirla. Quizá fuimos ingenuos de creer que una nación se construye justamente cuando sale al encuentro, gracias a instituciones diseñadas para ello, de sus ciudadanos.
Seguirán ustedes con sus batallas sofísticas mientras nosotros intentaremos no olvidar que nos concierne la vida de todos aquellos con los que nos encontramos.
Por eso, nos separan tantas cosas.
Por eso, no deben extrañar las desafecciones.
Han cavado la fosa a pulso para que nadie espere ya nada de quien se debería esperar la compasión ante el rostro del sufriente.
*** Guillermo Gómez Ferrer-Lozano es profesor de Estética y Teoría de la Comunicación, y doctor en Filosofía Moral.