Iñaki Ezkerra-El Correo
- La España autonómica no admite apocalípticas enmiendas a la totalidad
Cuando se produce una catástrofe, las primeras horas son decisivas. Es en ellas cuando se pueden salvar vidas humanas, cuando aún es posible rescatar a los precarios supervivientes de perecer ahogados, enterrados o quemados. Eso es algo que sabe todo el mundo sin necesidad de ser presidente del Gobierno ni de una comunidad autónoma. Sin embargo, en Valencia se dejó que pasaran esas horas preciosas en un tira y afloja absolutamente insólito entre el Ejecutivo autonómico y el central. Este es un hecho incontrovertible que podrán sus responsables directos intentar disfrazar como quieran, pero del que hemos sido todos atónitos e impotentes testigos a través de los medios de comunicación. Quedan para el recuerdo las palabras de un sobrepasado Mazón pidiendo a los voluntarios que volvieran a sus casas o las de Sánchez a los cinco días de la tragedia -«si necesitan recursos, que los pidan»-, o las que, con una torpe sintaxis, dirigía a las cámaras una sonriente y sobrada Margarita Robles: «Lo que no podemos es que en un país el ejército haga todo; sus labores y las labores que corresponden a las administraciones, en este caso a la Administración valenciana».
No. Aquí no ha habido «un Estado fallido» como se está repitiendo desde un discurso fatalista que cuestiona de arriba a abajo todo el sistema autonómico sin aportar ninguna solución real. Y es que la España de las autonomías, por muchos que sean sus defectos y por susceptible que sea de mejora con la devolución cabal de determinadas competencias que nunca se debieron traspasar, es un proyecto irreversible que no admite esas apocalípticas enmiendas a la totalidad. Lo menos recomendable para una catástrofe son los catastrofistas. Aquí el fallido no ha sido un Estado que cuenta con todos los recursos modernos, entre ellos el de un ejército profesional, para hacer frente a un tsunami como el de Valencia. Aquí los verdaderos fallidos han sido los gobiernos, el autonómico y el central; el primero por su escandalosa ineptitud y el segundo por su pasividad calculada y malévola. Aquí lo que ha fallado es la clase política que tenemos y que se mueve entre la prepotencia engreída y la indolencia criminal.
Cuando surgió la tragedia no era el momento de andar buscando culpables entre los que no la habían sabido prever, sino de salvar todas las vidas que fuera posible. Pero una vez que han pasado diez días desde su inicio y que se ha demostrado que esa no fue la gran prioridad, sí ha empezado a correr el tiempo de señalar las responsabilidades de quienes, como en la pandemia, vieron la oportunidad de sacar provecho de la desolación y la muerte. Ha llegado, en fin, la hora de buscar culpables entre los que buscaban culpables cuando no era la hora.