- Los agricultores y ganaderos tienen claro que el camino que se les impone para llevar su producción al mercado es inviable y pone en riesgo nuestra soberanía alimentaria.
Hartazgo. Esa es la palabra. No busquen otra. Esa es la sensación que ahoga al sector agrario europeo. Sus consecuencias acaban de invadir nuestras calles, cortar nuestras carreteras, ocupar minutos y minutos en los informativos.
Y esto no ha hecho más que empezar.
Los agricultores y ganaderos cada vez tienen más claro que el camino que se les hace recorrer para llevar su producción al mercado es inviable y pone en riesgo nuestra soberanía alimentaria.
Sus advertencias a propósito de esta situación vienen de lejos. Pero todo el mundo hizo oídos sordos a sus reivindicaciones. Incluso ahora, con los tractores ya en la calle, se siguen haciendo lecturas de la situación sin haber escuchado a los portavoces del sector, sin intentar entender qué piden y qué les pasa.
Eso sí, ante las movilizaciones masivas, responsables institucionales y analistas políticos no tardan en cargar de argumentos sus baterías para ratificar sus ideas. Nunca para analizar el problema con detenimiento. Jamás para sentarse a buscar soluciones.
Tratemos, pues, de entender qué está sucediendo. En primer lugar, conviene recordar que los cimientos de la Europa actual se levantaron durante una posguerra marcada por el hambre, un episodio histórico cuya reedición deberíamos evitar a toda costa.
«Europa, con sus Estados viviendo una bonanza que muchos creían infinita, se empeñó en regular las producciones»
El principio fundamental de la política agraria comunitaria (la llamada PAC) no fue otro que el de incentivar la producción. Si había que prevenir hambrunas, necesitábamos producir ligeramente más de lo que consumíamos para tener reservas. Algo tan simple como sensato.
Para alcanzar tal objetivo se desarrollaron tecnologías que permitieron producir comida suficiente, segura y accesible, tanto en lo relativo al precio como a la proximidad, para toda la población europea.
Además, se impuso el principio de preferencia comunitaria, condición imprescindible para generar estabilidad y confianza en el conjunto del sector agrario.
Pasaron las décadas y el tiempo borró la memoria del hambre. Europa, con sus Estados viviendo una bonanza que muchos creían infinita, se empeñó en regular las producciones. Para ello, se establecieron cupos de producción que evitasen el hundimiento de los precios en origen en momentos de sobreproducción.
Parapetada tras el escudo de las buenas intenciones, y espoleada por el optimismo que generaba el desarrollo del sector logístico (que destapó interesantes oportunidades de negocio de importación y exportación) la corte europea llegó a pensar que nos sobraba comida o que, en caso de improbable escasez, siempre podíamos abastecernos a través de cualquiera de nuestros grandes puertos.
Los preceptos que gobernaban la PAC sufrieron severas modificaciones y el principio de preferencia comunitario fue desvaneciéndose. A aquel agricultor al que se le había pedido que produjese más y mejor implantando tecnología, ahora se le conminaba a aplicar recortes.
El mundo atravesaba un periodo de cierta estabilidad, Europa era rica, en las ciudades brotaban nuevas infraestructuras, la energía era barata y el poder estaba en manos de la segunda generación urbana. Generación para la que el campo ya no era más que un recuerdo o un sitio en el que gastar las horas de ocio.
Ese escenario supuso el caldo de cultivo idóneo para sembrar unas políticas de desarrollo rural festoneadas de buenas intenciones que disimulaban unos principios despóticos y paternalistas: todo para el medio rural, pero sin el medio rural.
Arrancaba el nuevo milenio y la evolución tecnológica indicaba que el futuro inmediato pasaba por la biotecnología, la implantación de sistemas informáticos y el uso de nuevos materiales. Europa, sin embargo, decidió centrar sus esfuerzos en el impulso de fuentes alternativas de ingresos en el medio rural.
Y no lo hizo buscando rentabilizar las externalidades de la actividad agraria, ganadera y silvícola, sino que, en un ataque de idealismo naif, optó por financiar actividades que pretendían, al menos en teoría, cambiar las dinámicas del medio rural y hacerlo más atractivo para ciudadanos e inversores.
A aquel agricultor al que se le había instado a producir tanto como pudiese para después ponerle freno, ahora se le sugería que, además de trabajar en su actividad, tenía que montar un complejo agroturístico si quería asegurarse un futuro (ruego disculpen y sepan comprender la simplificación) mientras sus estructuras e infraestructuras productivas seguían, básicamente, ancladas en la década de los 70, con dificultades para incorporar las nuevas tecnologías y con una diferencia estructural y organizativa con respecto al resto de la cadena de valor.
«El modelo que se abandera debería haber sido visto como una interesante alternativa de mercado más, nunca como el sistema destinado a abastecer las demandas internas de Europa»
Por si el constante cambio de directrices no hubiera sido suficiente, Bruselas volvió a modificar su hoja de ruta enarbolando el estandarte de la sostenibilidad.
Nótese que hablamos de un concepto indeterminado (no medible) que se adapta a cualquier eslogan y cuya aplicación, como el tiempo se ha encargado de demostrar, ha causado el efecto contrario al deseado.
En torno a esta estrategia podemos plantear dos conjeturas, a cuál de ellas más terrible.
1. O bien no se había calculado que el modelo que se proponía era incapaz de atender la demanda interna.
2. O bien se sabía y se optó por romper la idea de soberanía alimentaria instaurada por la PAC.
Sea como fuere, Europa aprobó las regulaciones pertinentes para el tránsito hacia estos nuevos modelos productivos. Si bien es cierto que han propiciado el desarrollo de tecnologías destinadas a atender nuevas necesidades, no lo es menos que la tensión regulatoria y las evidentes limitaciones de las soluciones propuestas no han resuelto el problema.
El modelo que se abanderaba debería haber sido visto como una interesante alternativa de mercado más, nunca como el sistema destinado a abastecer las demandas internas de Europa.
En paralelo, las estructuras agrarias no evolucionaron porque no se hizo nada para procurar que el conjunto de nuestras explotaciones creciera en tamaño y organización, y pudiera así implantar nuevas tecnologías, ganar economías de escala e igualar la capacidad de negociación con la industria y la distribución.
En esa tesitura, hubo quien percibió que era cuestión de tiempo que Europa enterrase el principio de preferencia comunitaria para no tener que afrontar desabastecimientos o incrementos desmesurados en el precio de los alimentos, el principal temor de cualquier gobernante.
En conclusión: la regulación desplegada en pro de la sostenibilidad ha derivado, por un lado, en el descenso de la renta agraria y, por el otro, ha provocado que aumenten el abandono de tierras y el éxodo rural ante la falta de relevo generacional.
Pese a las evidencias, Europa sigue aferrada al sostenella y no enmendalla en un contexto que incluye la reducción del presupuesto comunitario destinado a la PAC, unos niveles de control que parecen disuasorios y la constatación de que el principio de preferencia comunitaria está muerto y enterrado.
Súmenle a ello los problemas derivados del cambio climático y la creciente inestabilidad geopolítica que golpea las puertas de Europa y entenderán el estado de tensión que se está viviendo.
Por cierto, y antes de que se pueda especular sobre lo contrario. La lucha contra el cambio climático y el mantenimiento de la biodiversidad son dos objetivos necesarios, sobre esto no cabe la menor duda.
El problema reside en que las acciones que favorecen el cambio climático son globales y no locales, por lo que si Europa adopta medidas para frenarlas, pero después importa alimentos procedentes de países que no lo hacen, no es que se emitan los mismos Gases de Efecto Invernadero (GEI), es que se acaban produciendo más puesto que debemos computar el transporte.
El hecho de que el presente artículo ponga su foco sobre las políticas de Bruselas (en esencia han sido sus regulaciones las que han sacado los tractores a la calle) no debería entenderse como una enmienda a la totalidad. Básicamente porque Europa sigue siendo la mejor forma de organizarnos de cuantas se podrían plantear, y puede ser incluso la más rentable si se legisla con los pies en el suelo.
Llegados a este punto, los motivos del hartazgo de nuestros agricultores y ganaderos son más que evidentes. A lo largo de los últimos 40 años se les ha ido pastoreando de un modelo productivo a otro sin que ello haya mejorado su renta o su situación.
«La situación se agrava hoy en virtud de un cambio de ciclo en el que se combinan la inestabilidad geopolítica, el cambio climático y la aparición de tecnologías disruptivas»
Es más, se les ha dejado en una clara posición de desventaja tanto frente al resto de eslabones que conforman la cadena alimentaria como frente a los competidores internacionales.
Una situación que hoy se agrava en virtud de un cambio de ciclo en el que se combinan la inestabilidad geopolítica, el cambio climático y la aparición de tecnologías disruptivas que favorecen a los que disponen de las estructuras adecuadas para su implantación.
Si a ello le añaden la total falta de reconocimiento que recibe el sector, el injusto señalamiento que sufre en relación con las cuestiones ambientales y la incoherencia que supone permitir que en nuestra propia casa puedan competir operadores internacionales que no están sujetos en sus países de origen a las mismas reglas ambientales y laborales que los productores europeos, comprenderán la indignación de nuestros agricultores y ganaderos.
De momento, lo que se está viendo es lo que no funciona, porque no podemos asegurar que los ciudadanos de Europa se alimenten con los productos que se cultivan en el viejo continente.
Necesitamos un sistema agrario activo y productivo, y para eso hace falta que nuestros agricultores y sus tractores, esos que hoy atascan nuestras carreteras, estén en sus explotaciones. No hay otra manera.
Europa tiene el talento humano, el conocimiento y la base tecnológica para poder ordenar y operar el mejor sistema agrario posible. Pongámonos a ello.
*** Baldomero Segura García del Río es presidente del Consejo General de Colegios Oficiales de Ingenieros Agrónomos.