EL CORREO 16/03/14
JAVIER TAJADURA TEJADA, PROFESOR TITULAR DE DERECHO CONSTITUCIONAL DE LA UPV-EHU
· La llamada Comisión Internacional de Verificación carece de cobertura jurídica internacional
Las actuaciones de la llamada Comisión Internacional de Verificación (CIV) constituida el 28 de septiembre de 2011 para verificar el alto el fuego permanente de la organización terrorista ETA, han generado una notable y comprensible polémica. La Comisión dirigida por Ram Manikkalingam (Sri Lanka) está integrada por otras cinco personas de diversos países: R. Kasrils (Sudáfrica), C. Maccabe (Reino Unido), S. Nambiar (India), F. Ravensbergen (Holanda) y A. Santana (Ecuador). Este grupo parece haberse convertido en una suerte de delegación encargada de liderar el denominado ‘proceso de paz’ en el País Vasco. Cuenta con el respaldo expreso del lehendakari que, recientemente, ha declarado que «los verificadores son fiables y seguros para conseguir el final ordenado de ETA».
En este contexto, cualquier análisis jurídico-político de las actividades de la CIV exige responder previamente a varios interrogantes: quién les ha nombrado, a quién representan, cuáles son sus objetivos y quién les paga. La CIV nació a instancias de la izquierda abertzale y del abogado sudafricano Brian Currin, que lidera el denominado Grupo Internacional de Contacto cuyo objeto es facilitar una solución «negociada» para el fin de ETA. Por su nombramiento, resulta evidente que la comisión no es una instancia neutral, sino que en tanto que su creación fue impulsada por la izquierda abertzale, está contaminada por su origen. A la vista de sus actuaciones, la comisión únicamente ha servido a los propósitos propagandísticos de la organización terrorista. A mayor abundamiento, el Gobierno de España y las principales fuerzas políticas se han opuesto a la comisión dado que su finalidad –una solución negociada al final de ETA– resulta incompatible con el Estado de Derecho. La mayor incógnita reside en cuáles sean sus fuentes de financiación. Los verificadores, pacificadores, facilitadores, mediadores o como quiera que se autodenominen, cobran 750 euros por día, y sus viajes y estancias son igualmente costosos. Parece ser que disponen de financiación externa.
La CIV ha asumido un papel que, en otros contextos distintos del nuestro, podría tener sentido y cobertura jurídica. El derecho internacional prevé la creación de instituciones o grupos para llevar a cabo labores de mediación en conflictos armados. Pero el derecho internacional requiere como presupuesto inexcusable para su actuación el consentimiento del Estado miembro. El consentimiento sólo podría ser dispensado, y con muchos matices, en el supuesto de guerra civil. Sin consentimiento del Estado interesado, las actuaciones de esos grupos merecen la calificación de ‘injerencia en los asuntos internos del Estado’ y en función del grado y gravedad de la injerencia, el Estado puede responder incluso con la expulsión del país de las personas implicadas. En España no padecemos ningún conflicto armado y –aunque la existencia de una organización terrorista fuera considerada como tal– el Gobierno no ha solicitado ningún tipo de mediación para ponerle fin.
Del hecho de que la actuación de la CIV carezca de cualquier cobertura jurídica internacional, cabe extraer dos conclusiones. En primer lugar, que si se demostrara que algún gobierno extranjero financia sus actividades, la actuación de ese gobierno incurriría en un supuesto de injerencia en los asuntos internos de España, que merecería el calificativo de acto hostil, manifiestamente contrario al derecho internacional vigente. En segundo lugar, que al carecer de cualquier inmunidad diplomática, sus integrantes pueden ser llamados a colaborar con la Justicia española.
Los miembros de la CIV viajan, con cierta frecuencia, al País Vasco. Lo hacen para verificar que ETA no mata. Es evidente que para ese fin podrían ahorrarse el viaje, puesto que cualquier ciudadano podría verificar ese dato, y hacerlo gratis. En todo caso, lo más discutible de su actuación es el contacto permanente y fluido que mantienen con la organización terrorista. Ese contacto determinó que los seis miembros de la comisión tuvieran que comparecer ante el juez Ismael Moreno, de la Audiencia Nacional, para declarar en calidad de testigos sobre las circunstancias de su encuentro con dos miembros de ETA. El hecho de que esa citación judicial –absolutamente obligada en tanto existía la posibilidad de que pudieran aportar información relevante sobre la identidad y el paradero de miembros de la organización terrorista– haya causado asombro, e incluso haya sido criticada desde ciertos sectores políticos, es muy preocupante. Pone de manifiesto que para algunos, el cese de la actividad terrorista debería ser recompensado con la suspensión del Estado de Derecho, y de las labores judiciales tendentes a la persecución y condena de los crímenes terroristas. Los miembros de la CIV no han incurrido en modo alguno en el delito de colaboración con banda armada. Es evidente que ni comparten sus fines ni han facilitado ninguna acción terrorista. Resultaría un exceso pretender imputarles la comisión de delito alguno. Ahora bien, sus contactos con miembros de la banda justifican sobradamente que sean llamados a declarar como testigos.
A la vista de todo lo anterior se puede concluir, sin muchas dudas, que la existencia de la CIV resulta absolutamente innecesaria y que su actuación –sin ser ilegal– carece de cobertura jurídica internacional. Desde la perspectiva del Estado de Derecho existente en España carecen de cualquier tipo de legitimidad para «lograr el final ordenado de ETA». Ese final sólo puede ser alcanzado a través de la acción conjunta del Gobierno de España, el Gobierno vasco y las principales fuerzas políticas, y mediante la utilización de todos los instrumentos que coadyuven a la disolución completa, definitiva e incondicional de la organización terrorista.