Vicente Vallés-El Confidencial
- El líder del PP sabía que uno de sus principales problemas para consolidarse en el cargo iba a ser el pasado de su partido, sea o no su responsabilidad
Aquella tarde sísmica de hace tres años todavía provoca temblores furtivos en la sede, ya pendiente de desahucio, de Génova 13. Las imágenes icónicas no solo no desaparecen de la memoria, sino que permanecen en las hemerotecas y reviven cuando más incómodas pueden resultar: el bolso de Soraya Sáenz de Santamaría plácidamente instalado sobre el escaño azul de Mariano Rajoy durante el debate de la moción de censura, y Mariano Rajoy saliendo desacomodado de un restaurante, después de una comida de ocho horas regada con primorosos caldos del país.
A lo largo de aquella larga jornada, el presidente recibió una llamada de Andoni Ortuzar, del PNV, para comunicarle que tendría que desalojar el Palacio de la Moncloa porque sus cinco diputados iban a convertir en jefe del Gobierno a Pedro Sánchez. Los nacionalistas vascos, explicó Ortuzar, no podían quedarse solos apoyando a Rajoy, aunque apenas habían pasado ocho días desde que esos mismos cinco diputados votaron a favor de los presupuestos a cambio de sustanciosos beneficios. Cría cuervos.
El Partido Popular de Rajoy salió del gobierno un día de junio de 2018. Poco después, el ya expresidente ocupaba un despacho de registrador de la propiedad en Santa Pola, mientras Soraya Sáenz de Santamaría y Dolores de Cospedal se sacaban los ojos para facilitar indirectamente que el proceso de primarias —novedoso para un partido tan dactilar como el PP— derivara en la victoria de Pablo Casado. Desde entonces, ha tenido más días peores que mejores.
En cierta ocasión, un periodista preguntó a Harold Macmillan —primer ministro británico entre 1957 y 1963— qué era lo que más le preocupaba en política. Respondió así: «Events, dear boy, events». Podríamos entender que con la palabra «events», Macmillan hacía referencia a las circunstancias inesperadas, imprevisibles, que aparecen en el camino y a las que hay que dar una respuesta inmediata, sin tiempo para evaluar los pros y los contras. Y esa precipitación suele provocar errores.
Pablo Casado podría responder a Macmillan que, en el caso del PP, lo imprevisible es casi un lugar de recreo. Su problema mayor es la larga lista de zombis perfectamente previsibles que se le aparecen en cada curva del camino, y el caso Kitchen aporta un largo muestrario de esos muertos vivientes, que desfilan por la comisión parlamentaria que lo investiga. Todos ellos han dejado, y dejarán, momentos para el recuerdo que, cuando pasen los años y alguien quiera revisar los diarios de sesiones de la Cámara, provocarán efectos casi estupefacientes. Y no es menos narcotizante el hecho de que, entre los 365 días que tiene cada uno de los varios años que dura ya esta investigación, la Audiencia Nacional eligiera para imputar al matrimonio Cospedal justo la jornada en la que ambos miembros de la pareja estaban llamados a comparecer ante esa comisión por un escándalo de supuesto espionaje chusco para tapar, a su vez, un grave escándalo de corrupción que, de confirmarse en los tribunales, llenará de oprobio a sus protagonistas.
Y ocurre, cuando estaban los populares felices e ilusionados, disfrutando de las facilidades que les ofrecía el Gobierno con su apasionada voluntad de regalar el indulto a los condenados por sedición. La cúpula del PP ya había puesto en marcha su habitual lista de periódicas equivocaciones cuando se trata de gestionar la cuestión catalana. Primero, una inútil y contraproducente recogida de firmas, como ya hizo en 2006 contra un estatuto que se caía sin necesidad de que nadie lo empujara. Y, después, el anuncio de una manifestación en la icónica plaza de Colón —a pesar de que hay más plazas en España, e incluso en Madrid—, para ayudar así a sus adversarios políticos a reeditar la campaña del trifachito (trifálico, según la versión adaptada para adultos, de la actual fiscal general, entonces ministra de Justicia). Todo ello, para solaz de la maquinaria estratégica de la Moncloa, siempre bien engrasada para aprovechar las balas que el rival se dispara en su propio pie. Es más fácil gobernar cuando no hay nada enfrente. Ya ocurrió días atrás, con la torpe gestión que el líder popular hizo de la crisis diplomática con Marruecos, amagando al principio con dar su apoyo responsable al Gobierno en una cuestión de Estado para, en veinticuatro horas, lanzar andanadas sin ton ni son en una sesión parlamentaria que a Casado le hubiera sentado bien ahorrarse.
El día en el que el líder del PP asumió la presidencia del partido sabía —y ha podido confirmar después— que uno de sus principales problemas para consolidarse en el cargo iba a ser el pasado de su partido, sea o no de su responsabilidad. Gestionar ese pasado es incluso más difícil que fijar el tono correcto de oposición para los «events» del presente. Y, dadas las circunstancias, Pablo Casado tendrá que echar mano de su propio manual de resistencia. Pedro Sánchez ya se vanaglorió del suyo, incluso por escrito, y no le ha ido tan mal.