ARCADI ESPADA-EL MUNDO
SÍ, HAY muchos sucesos inquietantes. El triunfo de Bolsonaro en Brasil. La mayoría que gobierna Italia. Austria, Hungría. Y la fetidez local del Valido. Pero qué importancia tendrá todo eso al lado de lo que sucedió hace dos años. Un hombre llamado Donald Trump gobierna desde entonces los Estados Unidos de América, luz y guía del mundo. Si Trump llegó a la presidencia de América, todo es posible. Y en todas partes. El Times publica que Trump gestó su fortuna a fuerza de fraude fiscal. Lo tiene que publicar dos veces porque al parecer nadie se había enterado a la primera. Ahora evalúan una tercera, dado que a nadie le importa. Adviértase entonces este efecto mariposa. Después de prometerlo, Doctor Sánchez se niega a comparecer ante el Senado. Estaríamos frescos que el pobre plagiario tuviera que dimitir y al Evasor Fiscal en Jefe nadie le pidiera cuentas. Trump es una legitimación constante del mal.
El presidente no ha dejado de ser en el Gobierno lo que había sido en campaña. No hay síndrome de La Moncloa en la Casa Áurea. Por lo que se cuenta, de Michael Wolff a Bob Woodward, Trump sigue siendo el mismo hombre incompetente, atrabiliario y peligroso de la campaña. El que eligieron los ciudadanos y el que a mitad de mandato volverían seguramente a elegir. Pero el apocalipsis no se ha producido: la economía crece y los argumentos más visibles de la oposición demócrata tienen el aire fatal de lo autoconstruido.
La ausencia de apocalipsis se debe, probablemente, al funcionamiento de los checks and balances de la democracia. En su último libro Steven Pinker alerta contra las descripciones falsamente trágicas de nuestro mundo: «Si la gente cree que el país es un basurero en llamas será receptiva a la eterna llamada de los demagogos: ‘¿Qué tienes que perder?’». La llamada está en la base del éxito trumpiano. Pero no porque el país se haya convertido a ojos de algunos en un basurero en llamas, sino más bien porque la política se rige por un piloto automático indiferente a que el más bruto, mentiroso o sucio finja llevar el mando. Walter Lippmann sostenía que las democracias se habían hecho tan complejas que la inmensa mayoría de los votantes no estaba capacitada para tomar decisiones. Parece que al menos esa lección sí la han aprendido una gran parte de votantes. Su voto es el de la rabia, ciertamente. Pero la del último de la clase. Aquel que sabe, además, que por mucho que vocee y rompa pasa curso.
El voto populista es el más sofisticado lujo del Estado de Bienestar.