FRANCISCO ROSELL-El Mundo

Alfred Hitchcook popularizó la expresión Macguffin para esas maniobras de distracción de las que se valía como director para desconcertar al espectador e imprimir un giro imprevisto a la trama. «En historias de rufianes, el Macguffin siempre es un collar, y en historias de espías, siempre son los documentos», resumía quien lo ejemplificó surrealistamente: Van dos hombres en un tren y uno le dice al otro: «¿Qué es ese paquete que hay en el maletero que se encuentra sobre su cabeza?». El otro contesta: «Ah, eso es un Macguffin». Ante su insistencia para que le aclare qué diantres es eso, su compañero de viaje le indica: «Un Macguffin es un aparato para cazar leones en Escocia». «Pero que me está diciendo –le refuta–; si, en Escocia, no hay leones». «En ese caso, eso de ahí no es un Macguffin», zanja.

Hitchcock era tal maestro en estos señuelos que figura como padre de los MacGuffin. Estos cebos le sirvieron de arranque en sus más renombradas historias de misterio. Pronto se percató de que resultaban más eficaces cuanto más genéricos eran. Al modo de los trucos de magia, el Macguffin desvía la atención en la dirección contraria a donde el prestidigitador urde su número con el que sorprender al público del espectáculo. Es asimismo lo que permite al trilero –«¿dónde está la bolita?»– vaciarle los bolsillos a los panolis que muerden el anzuelo que tiende con sus compinches en el sablazo.

En el año que dista entre la investidura Frankenstein de junio de 2018 que le catapultó a La Moncloa tras su moción de censura exprés contra el incauto de Rajoy y la reinvestidura Sáncheztein que puede sustanciarse este otro junio con los mismos expedicionarios de entonces (podemitas e independentistas, incluido el brazo político de ETA), Pedro Sánchez ha demostrado una notable pericia en el manejo de los Macguffins. Ello ha descolocado a quienes se empecinan en desconocer su carácter de aventurero de la política. Atenido al ideal de Maquiavelo, al presidente en funciones le mueve exclusivamente la consecución del poder a toda costa y sin remilgos de ninguna clase. No rehúsa explorar la senda del mal si lo exige el objetivo que persigue. Por eso, las rayas rojas que prometió no saltarse son su norte y guía.

Si en los prolegómenos de su golpe de mano parlamentario contra Rajoy, tras sostener discusiones a cara de perro y altamente descalificatorias, pactó la aplicación del artículo 155 para restaurar la legalidad constitucional en Cataluña, así como poner freno a un Torra al que llamó por su nombre –«Le Pen catalán»–, luego promovio su defenestración con el concurso de esos mismos independentistas con los que alcanzaría acuerdos ominosos como la claudicación de Pedralbes en diciembre último.

Postreramente los dejaría en suspenso para acudir a las elecciones marcando temporalmente distancias con éstos y hacer que la revuelta separatista se diluyera en una polarizada confrontación izquierda-derecha, al grito de que «viene la extrema derecha». Mientras agitaba el espantajo de Vox a raíz de su entrada en el Parlamento andaluz, disimulaba la naturaleza y condición extremas de quienes lo auparon al poder en unas condiciones que mantuvo soterradas en una campaña que afrontó con la ventaja inestimable de hacerlo con las alforjas repletas de fondos públicos con los que agradar a un amplio electorado.

Escrutadas las urnas, lo que discurría oculto como parte del cauce del río Guadiana ha reaparecido abruptamente con la entrega de la Mesa del Parlamento Foral de Navarra al nacionalismo vasco, incluidos los bildutarras. Así lo exigía el PNV, piedra angular de su moción de censura contra Rajoy y de la reinvestidura próxima. No solo por sus votos, sino como imán de la abstención de ERC y de Bildu. Ello prefigura un Gobierno que, aunque lo presida nominalmente la socialista María Chivite, deberá convenir todo con quienes defienden una absorción del antiguo reino por el País Vasco mediante una política lingüística y educativa de vasquización que anticipa un conflicto que luego será imposible de resolver. Ya es un hecho en Cataluña y va camino de serlo en otras autonomías dejadas en manos del soberanismo.

Sin duda, todo un giro copernicano. Hay que tener en cuenta que, en 2007, cuando el PSOE navarro se echó al monte intentando una operación de este jaez con Nafarroa Bai (amalgama de PNV y adeptos a ETA) e IU, la Ejecutiva Federal del PSOE segó la propuesta de Fernando Puras y de Carlos Chivite, tío de la actual presidenciable, y facilitó con su abstención la investidura de Miguel Sanz, líder de UPN. Contrariamente a lo que ha hecho esta vez con Javier Esparza, aspirante la coalición de centro derecha Navarra Suma. La gallina ha cantado después de asada, como en la leyenda de la localidad riojana de Santo Domingo de la Calzada.

La dirección federal entendía que aún no se daban las condiciones para aquel trato que arriesgaba el futuro de Navarra y de España. Tampoco ayudaba la cercanía de unas urnas que, en esta ocasión, se han dilucidado previamente. Si Zapatero, manejando los tentáculos socialistas en el Tribunal Constitucional, legalizó el partido de la ETA en contra del Tribunal Supremo, Sánchez lo legitima al aceptar los sufragios de Bildu que no admitiría «ni por acción ni por omisión», en palabras de un desconcertado y desconcertante ministro Ábalos. Lo hizo para convalidar decretos-leyes electorales y lo refrenda antes del chupinazo de San Fermín.

Sorprendentemente, hasta que Sánchez no ha despreciado los votos que UPN le ofreció para ser investido presidente a cambio de evitar que el futuro de Navarra dependa de Bildu, a Sánchez le ha funcionado el Macguffin de que era Ciudadanos quien le obligaba a echarse en el regazo independentista.

Para posibilitarlo, ha removido París con Madrid, usando a Macron para desestabilizar a Albert Rivera y socavar a sus socios liberales de Cs por avenirse –celosía del PP de por medio– con Vox. A Sánchez no le ha importado supeditar los intereses de España en el gran bazar de Bruselas a los de un debilitado Macron tras su derrota ante la extrema derecha –ésta sí– de Marine Le Pen, una agrupación que contó en sus orígenes con la ayuda inestimable de Mitterrand para imposibilitar la llegada del centroderecha al Elíseo. Sánchez olvida que, para Francia, lo adecuado es lo que les sirve en cada momento.

Si había designado a Podemos socio preferente, encomendado las Cortes a dos miembros del PSC alineados con el nacionalismo, incluida la defensa del derecho a decidir por parte de Meritxell Batet, y supeditado a la abogada del Estado en el juicio del 1-O, no era para encontrarse con Rivera. Ese plausible acuerdo PSOE-Ciudadanos habría dotado a España, desde luego, de estabilidad y posibilitado las reformas que hubieran reconducido el desmadejamiento que han traído a España décadas de cesiones irrefrenables a los nacionalistas. Pero, desde Zapatero en adelante, el PSOE se funde con el nacionalismo como atajo a la Moncloa.

Al margen de que Rivera ya hubiera sacado sus conclusiones al ser gato escaldado de Sánchez, no sería de extrañar que Felipe González, dada la campechanía mutua, le hubiera evocado como éste le traicionó. Fue a raíz de los comicios de 26 de junio de 2006, en los que el PP obtuvo 137 escaños frente a los 85 del PSOE, 45 de Podemos y 32 de Ciudadanos.

A los tres días, acudió a visitar al ex presidente a su casa para comentarle que estaba dispuesto a abstenerse en la segunda votación para que Rajoy pudiera desbloquear la legislatura. Para arropar su reconsideración, le solicitó que le ayudara a crear el clima favorable. Un solícito González publicó el 7 de julio una tribuna en El País encomiando a su partido que no fuera «un obstáculo para que haya un Gobierno minoritario», excluyendo «la coalición y el apoyo al PP en la investidura».

Contrariamente a lo hablado, Sánchez echaría las piernas por alto y colocaría al partido a una situación límite. Ello derivó en un enfrentamiento interno que desembocaría en su forzada dimisión entre protestas en la calle. Entre los manifestantes, hallábase un entonces desconocido Torra. Fue el primer intento de forzar un Gobierno Frankenstein con partidos que «ni siquiera creen que España», según refirió González en una tempestuosa entrevista en la cadena Ser en la que pormenorizó un desengaño que Rivera no ha querido padecer en carnes propias, tras asumir el error Valls.

Como más vale una vez colorado que ciento amarillo, el líder de Cs ha aprovechado su discrepancia radical con el voto del francés errante, tras ser primer ministro del país vecino y ocupar ahora silla capitular en Barcelona, para que la populista Ada Colau sea alcaldesa como mal menor ante el conspicuo separatista Ernest Maragall. Lo hizo sin garantías con quien despreció su apoyo clave para ser regidora mayor y acostumbra a conducirse como una independentista. Ello le llevó a romper su pacto con el PSC a raíz del artículo 155. Tras su brillante alocución en el Pleno de constitución, en el que Valls defendió que no existen presos políticos en España frente al concejal Forn, juzgado por el golpe de Estado del 1-O, la candidata a la que había hecho alcaldesa plantaba un enorme lazo amarillo en el balcón.

Empecinarse en el error le hubiera costado a Cs su existencia tras la ida al Congreso de Inés Arrimadas, después de vencer las elecciones catalanas, y desandar la vereda que tanto costó abrir. Con Valls, Cs quedaría de sidecar del PSC, como Unió fue de Convergència. Con la operación Valls se han defraudado las expectativas que se dispararon en su inicio.

Ya Einstein se percató de las contradicciones de ciertas mezcolanzas. Cuando Marilyn Monroe tuvo la oportunidad de conocerlo, le inquirió: «¿Qué dice, profesor, deberíamos casarnos y tener un hijo juntos? ¿Se imagina un bebé con mi belleza y su inteligencia?». Einstein esbozó una sonrisa y le contestó muy serio: «Me temo que el experimento salga a la inversa y tengamos un hijo con mi belleza y su inteligencia».

Aconteció en 1986 cuando Miguel Roca se postuló como candidato a La Moncloa al frente del Partido Reformista Democrático (PRD), donde figuraban personalidades de la judicatura, la Universidad y los negocios. Obtuvo cero escaños disolviéndose la misma noche electoral tras enterrar un ingente presupuesto. Operación Roca se llamó y propició una humorada del socialista Raimon Obiols al ser preguntado. «¿Operación Roca, dice? No sabía que lo hubieran operado».

Por medio de un pacto siniestro, Sánchez emprende un trayecto con extraños en un tren. Es de esperar que no acontezca lo que en la película de Hitchcook. Durante un viaje en ferrocarril, un campeón de tenis es abordado por un desconocido que conoce su vida y milagros a través de la prensa. Inesperadamente, le propone un doble asesinato, pero intercambiando las víctimas con el fin de garantizarse recíproca impunidad. Así, él quitaría de en medio a su mujer que no quiere concederle el divorcio a cambio de que él haga lo propio con su padre para poder heredar su fortuna.

A ese Gobierno Sancheztein en marcha solo le falta un Macguffin como ha sido Borrell, ministro-coartada, durante el último año y que podría serlo esta vez –¿se imaginan?– el ciudadano Valls, si salva el veto de Macron, claro. Dado el gusto por la confección de gobiernos de pasarela y el carácter mudadizo del francés, Macguffin Sánchez bailaría el valls que Rivera le ha negado.