Gabriel Albiac-El Debate
  • La indecisión presidencial prolonga una agonía suicida. Sólo un doble proceso electoral –que elija nuevo presidente y nuevo parlamento– cabe plantear ante un callejón así. Los posibles resultados de una confrontación entre Mélenchon y Le Pen –sin más rivales– desasosiegan

Pocos llegaron a la Presidencia con más expectativas. Ninguno las traicionó todas tan deprisa. La biografía política de Emmanuel Macron es la de un fuego fatuo. Tras cuya frivolidad, la Quinta República francesa vio volar en cenizas lo que quedaba de su patrimonio.

Todo era una promesa cuando, en 2017, ganó por goleada sus primeras elecciones presidenciales. Con 39 años, un hombre sin partido se convertía en el más joven presidente de la historia de Francia. Quizás también, el que acumulaba la más brillante carrera de éxitos profesionales. No era uno de esos «políticos de oficio» que saturan el patrimonio de los partidos políticos. Ni siquiera se ajustaba al modelo de los altos funcionarios sobre cuya competencia ha pivotado la política gala desde, al menos, 1848.

Formado, como ellos, en esa fábrica de «aristocracia intelectual» –la fórmula es de Condorcet en 1789– que son las grandes escuelas, Macron se apartó del más habitual servicio del Estado, para emprender una carrera meteórica en la empresa privada. Sus cuatro años como directivo en la Banca Rothschild le permiten, a los apenas treinta y cinco, haberse construido un patrimonio personal suficiente para abandonarlo todo por la política. Libre de disciplina de partido, el joven Macron es entonces una rareza que encandila al hábil aparatchik socialista que era el presidente Hollande, quien buscó en el él una salida al desastre económico de su primero gobierno.

En menos de cinco años, el joven independiente devora a François Hollande, pulveriza al Partido Socialista y, con un 61,1% de los votos, accede a la Presidencia francesa en las condiciones óptimas para emprender la completa reconfiguración constitucional que pudiera poner freno a la caída en barrena de la Quinta República a lo largo del decenio precedente. Dispondrá, de inmediato, de una Asamblea Nacional a su media. Puede hacer literalmente lo que quiera. No lo hace. Las inercias funcionariales del pesado Estado francés se recomponen. Las consecuencias de ese inesperado «no hacer» se precipitan luego. Con una velocidad fulgurante, la fascinación cede lugar a la desconfianza –y, enseguida, a la hostilidad– de la ciudadanía. Sólo la inexistencia de una oposición funcional le permite ir prolongando un poder agónico.

El Partido Socialista, prácticamente ha desaparecido después de Hollande. En ascenso electoral continuo, Marine Le Pen hizo dos ridículos apoteósicos en los sucesivo debates presidenciales en los que se enfrentó a Macron: el desnivel académico era lo bastante brutal como para compensar la evidente inoperancia del joven presidente. No habrá un tercer debate: la actual legislación francesa limita a dos los mandatos presidenciales. Y Macron no ha conseguido siquiera configurar un sucesor con la entidad mínima. Tras de sí, Macron deja sólo un territorio devastado.

La forma más funesta del populismo ha ido ganando, en tanto, una entidad imprevista. Jean-Luc Mélenchon ha acabado por poner en pie lo que, en las novelas de Houellebecq, todos juzgaron distopía inverosímil hace muy pocos años: un populismo en el cual se amalgaman izquierdismo demenciado y yihadismo judeófobo.

Francia es hoy ingobernable. Su parlamento se fragmenta en tres bloques, ninguno de los cuales está en condiciones de sellar alianzas estables con ningún otro: bloque presidencial, ‘Rassemblement National’, de Marine Le Pen y bloque izquierdista hegemonizado por ‘La France Insoumise’ de Jean-Luc Mélenchon; lo demás es calderilla. La incompatibilidad frontal entre ellos condena a la permanente crisis de gobierno. Los franceses ven dibujarse la pesadilla de aquella imposible Cuarta República a la cual puso fin el golpe del General De Gaulle.

La indecisión presidencial prolonga una agonía suicida. Sólo un doble proceso electoral –que elija nuevo presidente y nuevo parlamento– cabe plantear ante un callejón así. Los posibles resultados de una confrontación entre Mélenchon y Le Pen –sin más rivales– desasosiegan. Pero, en política, aplazar lo malo es precipitar lo peor.