Josep Martí Blanch-El Confidencial
- Le Pen sigue caminando hacia la plena institucionalización, ahora ya desde posiciones influyentes en la Cámara legislativa
La Asamblea Nacional Francesa aprobó el viernes pasado la ‘ley du pouvoir d’achat’ (Ley del Poder de Compra), encaminada a paliar los efectos de la inflación sobre el bolsillo de los vecinos, que era una promesa de la última campaña electoral del presidente de la república, Emmanuel Macron.
Dos lecturas resultan interesantes de dicha aprobación. La primera, puramente económica, referida a las medidas en sí mismas. La segunda, de carácter político, en relación con la plena institucionalización de la ultraderecha de Marine Le Pen, que votó a favor del articulado, dando un mensaje de fiabilidad al cuerpo electoral francés, que todavía tiene reticencias sobre cuán serio es el ADN de Reagrupación Nacional en cuestiones tan importantes como la que se discutía.
De las medidas económicas, destaca especialmente una que encaja perfectamente en lo que en España ha venido denominándose ‘pacto de rentas’ y que siempre Pedro Sánchez ha insistido que debe llevarse a la práctica con el objetivo de repartir los costes de la presente situación entre todos los agentes sociales sin que nadie quede al margen de los sacrificios.
Lo más interesante de la ley del poder de compra francesa es que una de sus medidas estrella hace real esa posibilidad de repartir costes y sacrificios en el tema de los salarios sin que nadie —empresarios y trabajadores— quede libre del esfuerzo, pero incluyendo también al Estado.
Para evitar una subida excesiva de los salarios, que acentúe los riesgos de inflación de segunda ronda, pero al mismo tiempo intentar mitigar la pérdida de poder adquisitivo, el Gobierno francés autorizará a las empresas a pagar una prima de hasta 3.000 euros —incluso 6000 en algunos casos— que estará exenta —¡atención!— de retenciones por parte de la Hacienda pública y que tampoco comportará incrementos de los costes de Seguridad Social para los empresarios.
Economistas tiene la iglesia. Pero a bote pronto parece que la iniciativa cumple a rajatabla con el manido discurso de nuestro Gobierno de que todo el mundo sin excepción debe arrimar el hombro. Y todo el mundo es todo el mundo, incluyendo a los recaudadores del Estado: Hacienda y la tesorería de la Seguridad Social.
Una primera lectura permite observar, al menos teóricamente, elementos de razonabilidad en la propuesta. En la medida en que liga esos desembolsos voluntarios de las empresas a la evolución del ejercicio de cada compañía y sin que esos abonos se consoliden como incremento salarial. Ello debe actuar como lubricante en la negociación colectiva, en la medida en que permite enfocarse al objetivo final de que los asalariados no pierdan poder adquisitivo, alargando los plazos para empatar con la inflación a través de incrementos formales en varios ejercicios.
Que el Estado ponga de su parte da carta de naturaleza a la idea de que nadie se va de rositas. El dinero que se pone en el bolsillo de los empleados no tiene mordidas por parte de Hacienda y el coste del puesto de trabajo tampoco se incrementa, al no existir la posibilidad de que la Seguridad Social pregunte qué hay de lo suyo. La medida ya existía, pero el Gobierno francés ahora triplica los montantes: de 1.000 a 3.000 euros, y en los casos excepcionales, de 2.000 a 6.000 euros. Otra medida que incorpora el plan es el límite del incremento de los alquileres en un 3,5% durante un año para defender a los inquilinos de las subidas y cargando con la mayor parte del sacrificio a los propietarios. Las pensiones y los subsidios subirán un 4%. Macron había prometido en campaña la indexación a la inflación, como en España, pero la realidad impone sus reglas. No obstante, la inflación en Francia es oficialmente mucho menor que en España. En el país galo, no ha llegado hasta la fecha al 6% y la acumulada en 2022 es del 4,3%. El salario mínimo ha quedado fuera de la ecuación porque ya subió en junio un 2,65%, hasta llegar a los 1.302,65 euros netos mensuales.
La lectura política también tiene su enjundia. La votación de esta ley, que ahora debe ratificar el Senado, ha dado señales de cuál puede ser el futuro de la legislatura desde el punto de vista de los apoyos a Macron: centro, derecha y ultraderecha. Lo que más resalta es el papel de la ultraderecha de Marine Le Pen. Se ha decidido finalmente por jugar un papel institucional y sistémico, con el ánimo de afianzarse como una opción fiable que ejerce la responsabilidad en los momentos cruciales, aunque formalmente mantenga un tono de radical oposición.
El voto afirmativo de los diputados lepenistas supone un paso más en la voluntad de plena normalización de Reagrupación Nacional. El primero, hace unos años, fue limar el discurso. El segundo, que alguien más a la ultraderecha normalizase el partido —ese papel lo jugó Zemour en las últimas presidenciales—. Y el tercero, apostar por la responsabilidad institucional, ahora que por primera vez se ha convertido en un partido relevante de la oposición en la Asamblea Nacional con sus 89 diputados.
La actitud de Le Pen —voto al lado del Gobierno, oposición dura en el discurso— deja entrever que tiene la vista puesta en las presidenciales de 2027 y que considera que sus posibilidades mejorarán en la medida en que logre eliminar las reservas que aún pesan sobre su formación entre muchos votantes. Asume el riesgo de dejar como única opción de oposición radical, al menos en este inicio de legislatura, a la izquierda insumisa, que es, junto a los ecologistas, quien han votado en contra de la ley.
Le Pen sigue caminando hacia la plena institucionalización, ahora ya desde posiciones influyentes en la Cámara legislativa. Ni allí, ni aquí ni en ningún lugar hay cordones sanitarios que valgan cuando los resultados electorales te convierten en un actor relevante. Y eso es lo que pasó en las últimas legislativas. Le Pen solo está sacando provecho de ello. De hecho, te normalizas en las instituciones porque primero te ha normalizado el votante. Eso es algo que muchos no quieren acabar de entender.