El problema era que no se elegía al matón del patio del colegio, tarea en la que Marine, una candidata extraordinaria hasta la segunda vuelta, no tiene rival, sino a quién confiarías tus ahorros en los próximos cinco años, quién de los dos candidatos te ofrece más confianza, dentro de lo que cabe. Y ahí es donde creo que ganó Macron, de un perfil borroso –no solamente centrista– durante la campaña pero que, en el primer plano frontal de dos horas y media frente a Le Pen, parecía ungido por los dioses galos con unos ojos azules tan sólidos –pero no chispeantes– que parecían lentillas.
Un político demasiado guapo no provoca confianza, al revés, pero capta la atención. Y, a partir de ahí, debe compensar ese don haciendo como que no lo conoce o le quita importancia en favor de otro más necesario: la credibilidad, hija de la confianza, nieta de la autocontención y de la capacidad del líder para controlar el sistema nervioso central, imagen de sí mismo. Y sin perder el aspecto antipático del listo de la clase frente a la gamberra del colegio, encajó todas las telefechorías de Le Pen, que acabó imitando a los marcianos, sin darse cuenta de que así era ella la que parecía marciana.También devolvió Macron los golpes por debajo de la mesa, un guapo no se achanta, pero se le notó menos la ansiedad de jugar una final, aunque era también la primera que jugaba.
Marine vive del miedo, cierto, y Macron del miedo a Marine. Pero entre una cerveza en Pas-de-Calais y una hipoteca, solemos preferir la hipoteca. Lo que le faltó a Macron –a su Gobierno, veremos– es claridad y contundencia ante el islam. Y si las mezquitas y Barack Hussein Obama siguen apoyándolo, aún pueden hacer presidenta este domingo a Marine Le Pen.