- Sólo un acuerdo nacional muy amplio permitirá a la República Francesa acometer la reforma constitucional que lleva dos decenios aplazando
Entre desgana y estupor, asisto al cruce de admoniciones en torno al nombramiento del conservador Michel Barnier como primer ministro en Francia: pases de esgrima, más propios de un patio de colegio que de una clase política que se está jugando los últimos rescoldos de la primacía que Francia compartió con Alemania en la Unión Europea.
Por el Rassemblement National, Jordan Bardella ha incurrido en una pifia de debutante: enfatizar lo innecesario. En política –y, más aún, en política institucional– todo debe, para funcionar, desplegarse «bajo la sombra y el silencio», por hacer uso de la fórmula con la que Gabriel Naudé daba cuerpo doctrinario al Estado moderno en el momento mismo de su nacimiento, allá por el tan cercano siglo XVII. La exhibición es funesta, en efecto, para todo aquel que busque gobernar. Tanto más cuando ese gobierno se sabe ya materialmente inevitable. Pero al joven Bardella le hacía ilusión restregárselo por los morros a ese insufrible –soy muy bondadoso– Jean-Luc Melenchon, que maneja el timón de una vieja izquierda lanzada ahora, a toda vela, hacia el manicomio. Quizá también, de paso, poner ante los ojos del presidente Macron el estruendoso fracaso de su estrategia.
Bardella, el viernes pasado: «A partir de hoy, el señor Barnier es un primer ministro bajo vigilancia; bajo vigilancia democrática de un partido político que es ahora ineludible en el juego parlamentario y en el juego democrático: el Rassemblement National». Irrefutable. E innecesario: claro está que Macron no hubiera dado ese paso de nombrar a Barnier sin previamente consensuarlo con Le Pen. Explicitar una evidencia puede ser, en política, el mejor modo de sabotearla. Aunque el saboteador no se entere.
Michel Barnier, veterano político conservador, en torno al cual ha logrado Emmanuel Macron atar –no se sabe aún con cuánta solidez– los escaños necesarios para constituir gobierno, debiera tener la bastante experiencia como para eludir ese tipo de exhibiciones. Y, sin embargo, ha querido infligir una corrección académica al joven heredero de Le Pen. Barnier, anteayer: «En lo que a mí concierne, estoy bajo la vigilancia de todos los franceses y de todos los grupos políticos». Irrefutable. E innecesario. El hombre que negoció para la UE los términos el Brexit, debiera saber hasta qué punto hacer lo necesario explícito puede echar a perder un desenlace que parecía blindado.
Ambos, Bernier como Bardella, ceden a la coquetería académica de acogerse a la aporía Juvenal: viejo dilema insoluble, cuya literalidad suele ser atribuida –erróneamente– al Platón de La República. Y que, en la Sátira VI del poeta latino, toma su forma canónica: ¿quién vigila al vigilante? La fórmula ha sido recuperada por los modernos como sabia clave de la desconfianza platónica hacia la política. Pero… Uno se lleva sorpresas cuando, en vez de repetirlos, lee los textos. Ni la formula Platón, ni es un axioma político. La firma un poeta satírico que está hablando de cuernos y alcahuetas.
La política resulta demasiado seria para el festivo. Juvenal. Él ridiculiza un descoco: el de las esposas infieles. Y se ríe de un marido burlado, a quien sus amigos aconsejan poner bajo vigilancia a la casquivana. Y que, muy sensatamente, llega a la conclusión de que el remedio sería aún peor que la enfermedad:
«Audio quid veteres olim moneatis amici:
‘Pone seram cohibe’. Sed quis custodiet ipsos
custodes? Cauta est ab illis incipit uxor».
O sea:
«Oigo lo que me aconsejáis siempre los amigos:
‘Échale cerrojo, enciérrala’. Mas, ¿quién vigilará a los
vigilantes? Es una esposa sagaz: empezará por ellos».
No hay «vigilancia», ni de ciudadanía ni de partido, que pueda ofrendar hoy gobernabilidad estable a Francia. Y no se trata de una anécdota. Ni equivale, en rigor, a otras inestabilidades europeas. Porque viene del fundamento constitucional mismo de la V ª República. La cual, al asentar una sólida división de poderes sobre la elección directa y separada de su presidente con poderes ejecutivos, pone en las manos de ese jefe del Estado dispositivos que disputan al primer ministro el control real de la nación. De Gaulle buscó, al formular esa figura, una traslación del paradigma del poder de la presidencia en los Estados Unidos. Era un modelo cargado de ventajas. Unido al sistema electoral de doble vuelta, garantizaba parlamentos estables. Y, sobre todo, blindaba la división completa de los poderes, al hacer al presidente electo independiente de las decisiones del parlamento que ratificaba al primer ministro y su gobierno.
Funcionó. Durante más de medio siglo. No está nada mal. Pero exigía una sociedad de claros partidos mayoritarios alternantes. Las últimas elecciones legislativas han mostrado que esa sociedad ya no existe en Francia. Un parlamento fracturado en tres bloques de similar entidad, pone el presidente Macron ante la imposibilidad de ejercer aquel dominio completo de la presidencia sobre el gobierno que De Gaulle había planificado. No hay horizonte que permita, en lo inmediato, salvar ese obstáculo.
Y no, no va de «vigilancias», esta historia. Ni personales ni políticas. Sólo un acuerdo nacional muy amplio permitirá a la República Francesa acometer la reforma constitucional que lleva dos decenios aplazando. Eso, o dejar que la nave del Estado se pierda en los efímeros cambios de gobierno que dieron con la IV ª República en naufragio.