Óscar Monsalvo-Vozpópuli
- En Madrid lo más parecido a los partidos de Otegi y de Forcadell ha sido Unidas Podemos, que recientemente ha incorporado las piedras y la lejía como herramientas políticas
Cuando uno llega tarde al análisis sobre el resultado de las elecciones lo mejor que puede hacer es fijarse en alguno de los comentarios que se han ido produciendo. El más lúcido y honesto lo escribió muy pronto Gabriel Rufián, que aún es diputado en el Congreso. Alrededor de las 22:00, cuando ya todo estaba más o menos claro, clavó en Twitter sus cinco tesis. La primera de ellas decía así: “La distancia entre Madrid y Euskadi/Catalunya es enorme”. Hay un aspecto literal, kilométrico, relativo a esta afirmación, pero sabemos de sobra que Rufián no suele ocuparse de lo fáctico. Se refería a una distancia sentimental, política. Quería decir, como se ha dicho tantas veces, que el País Vasco y Cataluña son sociedades realmente democráticas, ejemplares, porque las elecciones las gana normalmente el nacionalismo de izquierdas o la derecha nacionalista, que, como es nacionalista, en el fondo es un poco de izquierdas. Madrid, en esa cosmovisión, sería la capital del fascismo, la ignorancia o el egoísmo.
Decía que esa primera tesis de Rufián había sido el comentario más honesto, y lo es de verdad. La distancia entre Madrid y dos regiones entregadas al relato nacionalista como el País Vasco y Cataluña es enorme. En Madrid, por ejemplo, no se ha arrinconado a la lengua común de todos los españoles para fomentar una ‘lengua propia’, exclusiva y excluyente, que sirva como barrera. Cualquier español puede establecerse en Madrid con la esperanza de encontrar un trabajo confiando en la suerte, el talento o los contactos. Esto, conviene recordarlo, no es una característica única de Madrid, sino algo compartido en buena parte de España. El hecho diferencial hay que buscarlo precisamente en lugares como Cataluña y el País Vasco, regiones en las que durante años se ha ido construyendo un entramado de particularidades con el fin de generar una ciudadanía propia. Por decirlo en términos prácticos: un profesor de Extremadura, Andalucía o Cantabria no podría trabajar de un día para otro en un centro educativo de ‘Euskadi/Catalunya’. Y ni siquiera es una barrera para proteger a ‘los de aquí’: Muchos de ‘los de aquí’, muchos ciudadanos vascos o catalanes, adultos y niños, pertenecen a una categoría que debería hacer las delicias del académico de ciencias sociales: el ‘extranjero autóctono’. Debería, pero claro, la vida ya nos regala suficientes incomodidades y no es cuestión de andar buscando más.
Lo más parecido a Otegi y Forcadell
La distancia entre Madrid y Euskadi/Catalunya es enorme también por el hecho de que en Madrid no hay nada parecido a un Otegi o a una Forcadell. Los dos son políticos de izquierdas que han sido premiados en sus comunidades por colaborar en la implantación de la extranjería autóctona. Otegi lo hizo primero desde una banda terrorista y, después de su formación práctica en valores democráticos, pasó a hacerlo desde el partido de la izquierda nacionalista. Forcadell llegó a ser diputada y presidenta del Parlamento de Cataluña después de militar en ERC -el partido de Rufián- y de presidir la ANC, desde la que se refería al PP y a Ciudadanos como “partidos españoles”, ajenos al pueblo catalán. En Madrid lo más parecido a los partidos de Otegi y de Forcadell ha sido Unidas Podemos, que recientemente ha incorporado las piedras y la lejía como herramientas políticas. La diferencia es que en Madrid estas prácticas te llevan a un 7% de los votos, mientras que en el País Vasco y Cataluña Bildu y ERC son la segunda fuerza política. Efectivamente, la distancia es enorme.
La libertad ‘a la madrileña’ no la construye una nación ni un Pueblo, no exige mártires ni grandes timoneles; sólo ciudadanos que quieran desarrollar su propio modelo de vida
La cuarta tesis de Rufián también era interesante: “Ojalá la izquierda se tomara sus sueños como la derecha se toma sus privilegios”. Es interesante porque los sueños de la izquierda nacionalista consisten precisamente en establecer privilegios, en construir un pueblo auténtico del que poder expulsar a los impuros y a los escépticos. No hay nada de eso en Madrid. No hay hechos diferenciales, no hay una identidad primigenia, no hay particularidades excluyentes. La distancia entre Madrid y Euskadi/Catalunya es tan enorme que el propio concepto de ‘libertad’ designa cosas distintas. Para Rufián, Forcadell y Otegi la libertad es ante todo libertad nacional, colectiva, metafísica. Es un todo o nada, una promesa de libertad absoluta que justifica una multitud de servidumbres parciales. La libertad a la madrileña es en cambio poca cosa, una libertad desinflada, humilde, sin énfasis ni épica, la misma que hay en muchos otros lugares de España. No la construye una nación ni un Pueblo, no exige mártires ni grandes timoneles; sólo ciudadanos que quieran desarrollar su propio modelo de vida.
Entiendo que puede ser gratificante entregar tu vida -a veces incluso la de los demás- a un proyecto de liberación nacional. Cualquiera puede ser héroe y encontrar el sentido en estas epopeyas posmodernas. Lo difícil es conformarse con la normalidad, aceptar la mediocridad, áurea o de algún metal menos noble. Sacar unos estudios, encontrar un trabajo, formar una familia, llevar a los hijos al colegio. Ir de vez en cuando con los amigos a tomar unas cañas, o un Toro, o incluso un smoothie, porque tiene que haber de todo, y hablar de cualquier cosa, incluso de las elecciones, sabiendo que la vida puede ser sólo y esencialmente esto. La distancia, efectivamente, es enorme. Y cualquiera puede plantarse ahí en unas horas.