JAVIER ZARZALEJOS-EL CORREO

  • Con pocas condiciones objetivas para prosperar, la comunidad es una realidad singular de liderazgo económico y diversidad social en la España autonómica

Cualquiera que conozca el himno de la Comunidad de Madrid, cuya letra se debe a la inclasificable pluma de Agustín García Calvo, comprenderá que es imposible que Madrid pueda llegar a segregar ese ‘nacionalismo madrileño’ que se atribuye al Partido Popular y en especial a Isabel Díaz Ayuso. De hecho, es un himno que nadie conoce, apenas se interpreta y menos aún se canta. Este desdén por lo identitario es la saludable característica de una sociedad incluyente que hace tiempo dejó atrás el arquetipo arnichesco y zarzuelero en el que se le encajaba.

Más que una identidad, Madrid ha cultivado un modelo que ha fortalecido su poder de atracción, que la ha transformado en una gran plataforma económica y financiera, un nodo global de comunicaciones, una potencia en producción cultural y artística y un conglomerado urbano en el que la diversidad está presente y es visible en mayor grado que en cualquier otra comunidad española. Madrid, seguramente desde la explosión de su ‘movida’, ha ido rompiendo esa condición de ‘poblachón manchego’, instalado en la mediocridad funcionarial de la capitalidad de un Estado autoritario y centralista.

Se creía que el Estado autonómico iba a poner en evidencia las que se suponían carencias irreparables de un Madrid cuyo adocenamiento contrastaba con el dinamismo y la apertura de la Barcelona de los 70. Lo que ha resultado es que Madrid ha sido una las ganadoras del sistema autonómico y su característica diferencial es que lo ha hecho con una estrategia bien distinta a la que parecía obligada para triunfar en la competición territorial. Sin invenciones identitarias -más allá del Real Madrid- ni construcciones de agravios, Madrid asumía con bastante deportividad tanto la asociación atávica con el franquismo como el convertirse en el gran significante vacío que englobaba todos los males de los que se duele el relato victimista de los nacionalismos vasco o catalán.

Madrid, es cierto, ha crecido a costa de otras comunidades, pero no en el sentido que sostienen sus detractores. Ha crecido acogiendo al exilio interior vasco forzado a la diáspora por la extorsión y la amenaza del terrorismo. Aquel «ancha es Castilla» con el que un fallecido dirigente del PNV instaba a irse a los que no comulgaran con la hegemonía nacionalista fue para muchos un ‘ancho es Madrid’ y en esa apertura de horizontes muchos vascos encontraron la tranquilidad, el sosiego y las oportunidades que el terror y la indiferencia les negaban en su tierra. Madrid ha crecido también recibiendo a no poco talento y creatividad bombeados por la asfixiante presión y el sectarismo desplegado por el nacionalismo catalán en su progresiva radicalización que ha hecho de la Cataluña abierta y de la Barcelona precursora de libertad un recuerdo ya desconocido para dos generaciones.

Ese modelo que Madrid ha ido definiendo trasciende el dominio de la política autonómica por el Partido Popular. El indicador más expresivo de esta transversalidad del modelo madrileño -aun ocultado por la trifulca electoral- es el compromiso jurado una y otra vez por Ángel Gabilondo de no subir impuestos. Porque no subir impuestos no es sólo una propuesta programática, sino el foco simbólico de todo aquello en lo que Madrid quiere singularizarse. Y los datos parecen avalarlo. Habrá que contabilizar el impacto de la pandemia, pero mientras la renta per cápita española se ha desplomado al 90% de la media de la UE, en la Comunidad de Madrid es del 124%, según los últimos datos de la agencia estadística europea, Eurostat, frente al 118% del País Vasco, 111% de Navarra y el 107% de Cataluña. La acusación de un supuesto dopaje de la economía madrileña por su condición de capital del reino olvida las cuentas reales -que están hechas- y de dónde partía esta comunidad, además de ser, con diferencia, la primera contribuyente a la solidaridad, una evidencia muy alejada del ‘España nos roba’, léase ‘Madrid nos roba’.

Estas condiciones ambientales favorecedoras del ejercicio de la libertad individual en las cosas de la vida diaria en la que esta libertad se aprecia y la fuerza económica de Madrid permiten afrontar sin tensiones sociales irresolubles los desequilibrios, desigualdades y disfuncionalidades de una concentración urbana de esta magnitud. Madrid no es el paraíso, pero ciertamente está muy lejos del infierno inventado por la incontinencia de los firmantes de un manifiesto titulado «Ahora sí», que, en vez de desacreditar a la candidata popular, ha dejado en evidencia el irrefrenable sectarismo de los habituales abajofirmantes.

Nunca he entendido por qué Felipe II trajo a Madrid la capital de su Imperio. Sin río -el Manzanares no lo es-, sin mar; ni mediterránea ni atlántica -dimensiones de la proyección española- sino continental, uno habría pensado en Lisboa, Sevilla, Valencia o Barcelona, que eran ciudades de alto perfil desde hacía mucho tiempo. El hecho es que Madrid, con pocas condiciones objetivas para prosperar, ha hecho de un éxito improbable una realidad singular de liderazgo económico y diversidad social en la España autonómica. Y ahora, que los madrileños voten.