Salvador Illa ha tardado muy poco en confirmar lo evidente: es un catalanista más. Lo que significa que es un antiespañol más
Seguramente el lector ya se habrá dado cuenta. Hace unos días se alcanzó el pico de intensidad en las dos semanas de odio contra Madrid. La prensa progresista comenzó a fabricar artículos de digestión rápida sobre la injustificable existencia de la capital y sobre la insoportable movilidad de sus habitantes. Los autóctonos profesionales de todas las regiones respondieron como era previsible, como todos los veranos. Golpes de indignación en las redes y en los periódicos, breves tratados de antropología tribal, recuentos de avistamientos de madrileños por sus plazas. Incluso un bar de Oleiros anunció que cerraba unos días debido a la llegada de “tontos de la Meseta” en el puente de agosto. Todos los españoles avergonzados de serlo sacaron a pasear una vez más la estupidez estival al unísono, sin necesidad de que existiera una campaña organizada. Vascos, gallegos y catalanes siempre ocupan el podio en esta disciplina, pero es una costumbre que se va generalizando. El madrileño se ha convertido en la figura sobre la que descargar una especie de odio antiespañol de temporada, un odio sostenible, plurinacional, con buena prensa. Una especie de “tiro al fatxa” dialéctico, de gracieta y mofa.
Todo esto ha coincidido con un acontecimiento histórico, transformador, planetario: la llegada de nuestro socialista Salvador a Cataluña. La misma prensa progresista llevaba un tiempo insistiendo en que Illa haría honor a su nombre y la haría grande otra vez, que los socialistas son quienes mejor cuidan a España y que España tendría mucho que agradecer a los socialistas catalanes. El acuerdo de investidura significa que Cataluña obtendrá autonomía plena en la gestión de los impuestos, y que por tanto Cataluña dejará de ser parte de España. No está mal. Pero vamos a lo importante: en Madrid hace muchísimo calor.
Los dirigentes catalanes se creyeron el cuento de aquella Barcelona ejemplo para el mundo, envidia de las naciones y faro de Occidente, y claro, ahora la cosa está como está. La imagen internacional por los suelos
Madrid mientras tanto va a lo suyo, y a Cataluña parece que le pasa como a aquellos futbolistas habilidosos de La Liga que encadenaban varios partidos horribles: necesita siempre un poco más de cariño. Muchas veces con “cariño” se refieren al dinero, como los futbolistas, pero a veces también es algo inmaterial. Los dirigentes catalanes se creyeron el cuento de aquella Barcelona ejemplo para el mundo, envidia de las naciones y faro de Occidente, y claro, ahora la cosa está como está. La imagen internacional por los suelos. Una policía entregada a la incompetencia o a la corrupción, dependiendo del grado de ingenuidad de quien observe. Noticias diarias sobre robos y apuñalamientos en sus calles. Y la construcción nacional como el único gran proyecto político para sus ciudadanos. La decadencia es ya su estado natural, y Salvador Illa ha tardado muy poco en confirmar lo evidente: es un catalanista más. Lo que significa que es un antiespañol más. “Defender el catalán”, dice, “no es un ataque contra nadie”, sino “la defensa de la columna vertebral de la nación catalana”. La nación catalana, sí. España es otra cosa. En concreto, es un “espacio público compartido”, tal y como proclamó el lunes pasado en el discurso de toma de posesión. Exactamente lo mismo que Europa. Pero vamos a lo importante: los madrileños dejan poca propina.
Las fiestas y los etarras
Con todo, Cataluña no es la región de la que tenemos que acordarnos cuando vemos los análisis veraniegos sobre el gran daño que Madrid y los madrileños hacen al mundo con su mera existencia. Debemos acordarnos de Plencia, San Sebastián o Tafalla, y ahora de Bilbao, que celebra su semana de fiestas. Covite anunciaba hace poco que habían registrado 71 actos de apoyo a ETA durante las fiestas de verano en el País Vasco y Navarra. Es un titular que puede dar lugar a malentendidos. No es que se celebren actos aprovechando las fiestas; las fiestas son el acto. Las fiestas se celebran para eso. No sólo para exhibir a los etarras, sino para regodearse en la aceptación y complicidad popular hacia su exhibición. No son actos al margen de la gente. La gente los conoce, los acepta e incluso los abraza. La elección de la pregonera quiso dejarlo claro. Las fotos de presos, las huchas solidarias, los carteles de amnistía y la decoración de las txosnas no son un agregado de comportamientos indecentes incrustados en un ambiente ajeno al clima moral de los proetarras. Son la esencia de las fiestas, y así ha sido durante las últimas décadas.
Ante esto se ha probado siempre lo mismo. Denuncias que no llegan a ningún sitio, apelaciones a unas autoridades demasiado ocupadas en bailar y en animar a la gente a que venga. Ahora toca dirigirse de nuevo, enfática y retóricamente, a Juan Mari Aburto, alcalde de Bilbao. “Alcalde, no lo permita, hombre, haga algo”. El alcalde de Bilbao hará como si todo eso no existiera, como siempre. Igual que muchos de los visitantes, autóctonos o foráneos, que darán normalidad a la basura acumulada de la izquierda abertzale.
La única actitud correcta es mantenerse al margen. No participar en el gran akelarre. Recordar lo que hacemos y dar al viajero desprevenido el mejor consejo posible. Madrileños (andaluces, valencianos, extremeños, murcianos, vascos, navarros, catalanes): no vengáis.