Mañana se cumplirán tres años del encarcelamiento del líder opositor venezolano Leopoldo López, quien ha permanecido todo este tiempo aislado en una prisión militar acusado injustamente de ser el responsable de la muerte de 43 personas fallecidas en 2014 durante la durísima represión de la Guardia Nacional Bolivariana sobre las protestas desencadenadas en todo el país contra el régimen de Nicolás Maduro.
No se debe olvidar que, aunque muy representativo —tanto por su relevancia política como por la farsa de juicio al que fue sometido por parte de las autoridades chavistas—, el nombre de López forma parte de una larga lista que va creciendo a medida que pasa el tiempo y que ya suma más de un centenar de otros presos de conciencia encarcelados por Maduro y sus colaboradores.
Tal y como recordaron ayer en Madrid numerosas personalidades internacionales entre las que destacaban los expresidentes del Gobierno español Felipe González y José María Aznar, la existencia de presos políticos hace completamente inviable cualquier atisbo de reconocimiento de legitimidad democrática del régimen venezolano. Un Gobierno que, lejos de mostrar una mínima voluntad de diálogo con la oposición —que venció de forma arrolladora en los últimos comicios legislativos— para tratar de desbloquear una situación que ha hundido a Venezuela en la miseria, ha aprovechado las esperanzas creadas al hilo del diálogo auspiciado por el Vaticano para seguir encarcelando opositores. Es decir, ha tratado de engañar a la oposición y a la comunidad internacional en la creencia de que puede actuar con total impunidad violando los derechos humanos de sus ciudadanos.
Por eso resulta particularmente pertinente la propuesta realizada ayer desde Madrid a la Organización de Estados Americanos (OEA) para que inicie el proceso de suspensión de Venezuela como miembro de pleno derecho de la institución. En su carta fundacional la OEA establece que sus objetivos son fomentar la paz, la justicia y la solidaridad, tres características de las que se encuentra completamente alejado el régimen chavista, caracterizado por un injustificado lenguaje belicista, una concepción de las relaciones bilaterales en términos de confrontación y una falta de respeto constante a las reglas del juego democrático. No se trata de perjudicar al pueblo venezolano —que ya sufre demasiado en seguridad, bienestar y libertad por culpa de la desastrosa gestión de Maduro— sino de mostrar claramente a su Gobierno que la comunidad internacional no le va a dejar las manos libres para que aumente sin restricción la represión política.
En este sentido apunta también la acusación lanzada por el Departamento del Tesoro de EE UU contra el recientemente nombrado vicepresidente de Venezuela, Tareck el Aissami, sobre su implicación en el tráfico de drogas a gran escala desde puertos y aeropuertos del país. El que Maduro haya ordenado cortar la señal en Venezuela de la emisora CNN tras emitir la noticia ahonda en la gravedad de los hechos denunciados. El margen de maniobra de Maduro cada vez es menor. De él depende que se agote por completo.