Maestros

ABC 07/09/14
JON JUARISTI

· A Caro Baroja y a Marías se les dificultó el acceso a la condición de profesor universitario durante buena parte de sus vidas

LOS maestros están desapareciendo. Ahora, como mucho, hay instructores o couchers, y esto se va notando en las actitudes insolentes y agresivas de los jóvenes hacia los viejos en todos los gremios, pero especialmente en la enseñanza. A los viejos maestros se les intentaba dulcificar el ocaso. No es que todo viejo enseñante se hubiera ganado el derecho al respeto por el hecho de haber envejecido. Había, como ocurre siempre, un porcentaje elevado de vagos y maleantes, pero sabíamos distinguir los verdaderos maestros de los sinvergüenzas, aunque algunos de estos fueran unos demagogos consumados. Tarde o temprano terminábamos por descubrirles el juego y los despedíamos poco menos que con cencerradas. Por el contrario, cuando llegaba la jubilación de un auténtico maestro el ambiente era de duelo y de desolación. Acusábamos la pérdida.

Ahora bien, si me paro a pensar en ello, advierto que aquellos de quienes más aprendí, los que tuvieron mayor influencia en mí durante los años de formación y constituyen aún los modelos intelectuales y éticos que juzgo dignos de imitación, no fueron directamente mis profesores o lo fueron ya en una fase muy tardía, más tardía incluso que la del posgrado y preparación de la tesis. Accedí a su magisterio antes, es cierto, pero no a través de su presencia en las aulas, sino gracias a sus libros. Luego, sí, ya de adulto, tuve el privilegio de tratarlos, de conversar con ellos cuando habían llegado a edades que para la mayoría de nosotros serán de declive acelerado, si no irremediablemente terminales en lo que respecta a la memoria, el discernimiento y el raciocinio. En su caso, estas capacidades se mantenían deslumbrantemente vigorosas. Y yo creo que tales fuerza y frescura las debían, sobre todo, a haber pensado con riesgo.

Mis maestros no son muchos. No pasan de una docena, y como no he dejado de reconocer mi deuda con ellos en lo que he escrito y publicado, no creo necesario enumerarlos aquí. Los más jóvenes me llevan pocos años. De haber vivido todavía, los dos mayores cumplirían este los cien: Julio Caro Baroja y Julián Marías, lo mejor de la vegetación del páramo.

Es un síntoma de la catastrófica disolución de la tradición cultural española –de cuyo efecto en la crisis de la identidad nacional no somos todavía conscientes– la ausencia de un homenaje público suficientemente visible a Caro Baroja y a Marías, más allá de los discretos y casi clandestinos actos de conmemoración organizados por departamentos universitarios que parecen más interesados en que pasen desapercibidos que en lo contrario, no vayan a llamar la atención de unas autoridades que aprovecharían cualquier pretexto para dar nuevos tajos a las subvenciones públicas. Los he conocido muy bien, y no me cabe la menor duda de que recordar la obra y el pensamiento de don Julio y don Julián, para la mayoría de los señores (y señoras) del presupuesto constituye un rito funerario inútil. No voy a insistir en ello, no tiene remedio. A Caro Baroja y a Marías se les dificultó el acceso a la condición de profesor universitario durante buena parte de sus vidas. Quién sabe, quizá se deba precisamente a la hostilidad y el ostracismo que les impuso la universidad, la juventud inmarchitable de su pensamiento.