Juan Carlos Girauta-ABC
- El ateísta (que no ateo) vive obsesionado con Dios. No se lo saca de la cabeza. Un Ente que no existe ocupa extrañamente su vigilia y sus sueños
El género es una categoría gramatical y, pese a la fuerza con que se extiende el concepto, es difícil que acabe siendo otra cosa. La razón está en algo aún más poderoso que las ideas y la presión social: la biología. La naturaleza, si quieren, que se empeña desde siempre en no plegarse a la magia, en no violar sus principios, que son inamovibles, tan viejos como el Universo y, además, racionales.
En contra del tópico, si algo barrió la magia para hacer posible el imperio de la razón y el surgimiento del paradigma científico, en el que continuamos, fue el Concilio de Trento. Los jesuitas, en especial los españoles, infligieron un daño a la magia del que posiblemente no se recupere nunca. Los antecesores directos de los escépticos que hoy denuncian y ridiculizan paraciencias, falsas terapias y demás ‘maguferías’ fueron los padres de la Contrarreforma. Por mucho que esta verdad incómoda pueda sulfurar a la parte ateísta (que no atea) de su progenie. Pobres diablos que se imprimen tarjetas de intelectual mientras equiparan religión con superstición, o a Dios con Mickey Mouse, un personaje de ficción al fin y al cabo.
El ateísta (que no ateo) vive obsesionado con Dios. No se lo saca de la cabeza. Un Ente que no existe ocupa extrañamente su vigilia y sus sueños. Se siente obligado (¿por qué?) a una cruzada inversa, tenaz, incansable, pesadísima, sacando en cualquier conversación de sobremesa el tema de la inexistencia de Aquel que nunca le abandona. Daba cierta lástima aquella campaña de los autobuses londinenses al concluir de la ausencia de Dios: «Deja de preocuparte y disfruta de la vida». Lástima porque los preocupados eran ellos, tan movilizados por la causa; porque los que no parecían disfrutar de la vida eran ellos, con su idea fija y su misión autoasignada. Algo hay que reconocerle, con todo, a los organizadores: su premisa no era ‘Dios no existe’, como cabía esperar, sino ‘probablemente Dios no existe’ (o exista). Aunque el adverbio parece estar relacionado con una cautela jurídica para no ofender, y aunque uno tiende a considerarlo más bien un elegante adorno británico, en ese ‘probablemente’ se cuela Dios. No Él, claro, que ya está, es ubicuo, sino su inabarcable concepto. Porque si es probable que no exista, es probable que exista. Y si es probable que exista, existe. Entienda el que sepa.
La entera ideología de género es una forma de magia. La naturaleza seguirá sin atender a conjuros y encantamientos, seguirá sin dejarse atar por las palabras rituales. Los únicos hechizados por la terminología de género, ridículamente inflacionaria, serán los adeptos, que son legión porque la secta abarca tanto que desafiar en público sus dogmas conlleva castigo y provoca la espiral del silencio. Hasta un movimiento tan poderoso, extenso y vario como el feminismo se va arredrando ante esa doctrina que niega existencia a la mujer, base ontológica.