Ignacio Camacho-ABC
La llave de la estabilidad de este Gobierno se cierra y se abre por fuera. Y la guarda un ministro sin cartera en una celda
Se llama magia potagia. Progresista y paritaria, por supuesto. Se meten en la chistera varias direcciones generales u otros departamentos gubernamentales más o menos pequeños; se les dan unos cuantos toques con la varita de demiurgo posmoderno, se les ponen nombres rimbombantes y cursis y, zas, salen de la chistera convertidos en ministerios, cada uno con sus secretarías de Estado, sus asesores diversos, sus agencias, sus consorcios y veinte o treinta cargos de confianza nuevos. Por el mismo procedimiento, y a gusto del prestidigitador, se pueden crear vicepresidencias a porrillo con un simple decreto para repartirlas como globos y pagar favores, apoyos, lealtades y/o afectos. Al resultado del truco se le bautiza como Gobierno, y una vez encajado el puzle de los nombramientos se ordena al jefe de gabinete que lo filtre a la prensa por goteo. Luego el ilusionista, satisfecho, llama al Rey por teléfono -para qué acercarse a La Zarzuela, con lo triste que está Somontes en invierno- y cumple el trámite de comunicarle lo que el monarca ya sabe por los medios. Y por último se encarga a una brigada de carpinteros que amplíe el banco azul del Congreso, que con tantos asientos se va a quedar inevitablemente estrecho.
Si en vez de una coalición con Podemos se tratase de una alianza entre varios partidos, los viernes se reuniría en La Moncloa una convención de ministros. El organigrama administrativo es lo bastante elástico para hacer sitio a la necesidad de colocar amigos, confidentes, condiscípulos y hasta parejas sentimentales, último grito del sedicente feminismo. Bajo el paraguas sanchista caben perfiles técnicos y políticos de todas las tribus del progresismo, con sus cuotas de protagonismo cubiertas en parcelitas de poder bien repartido, que por algo la investidura coincidió con el sorteo del Niño. En general -y «salvo alguna cosa», que diría Rajoy- los elegidos tienen buenos currículos, aunque algunos se empeñasen en estropearlos durante la etapa del mandato interino. Y, por más que existan dos líderes, dos grupos y ningún equipo, y que ya hayan aflorado tensiones -habrá más- en forma de pellizquitos de monja y jugarretas de pícaros, la cohesión está asegurada a prueba de recelos y amagos de conflicto porque a fin de cuentas nada une más que la aversión del enemigo y porque es a Pablo Iglesias a quien se le ha aparecido la «sonrisa del destino». El programa común es sencillo: se trata de hacerle oposición a la oposición, que es un artificio muy visto, y aflojarle al modelo de Estado algunos tornillos para complacer en la medida de lo posible al separatismo.
Por ahí, por el separatismo, van a llegar los verdaderos problemas. La llave de la estabilidad de este Gobierno se cierra y se abre desde fuera. Y la tiene, por concesión de Sánchez, un ministro sin cartera que la va a manejar a su conveniencia desde una celda.