El mimetismo estatutario ha impuesto inexorablemente su ley de hierro: si se desea gobernar -en el ámbito nacional o autonómico- parece un suicidio quedarse al margen del proceso de ampliación de competencias por las Autonomías. El Estado, entre tanto, cada vez más debilitado, ineficaz, residual e inane. ¡Cuidado con la deconstrucción del Estado!
EL proceso de reforma estatutaria iniciado en Cataluña -aunque cronológicamente el primero fue el de la Comunidad Valenciana, si dejamos fuera el rechazado Plan Ibarretxe- ha abierto la puerta a la inevitable y previsible actuación mimética por parte de la práctica totalidad de nuestras Comunidades Autónomas. De la misma suerte que aconteció en su momento, primero con la extensión de las Autonomías al conjunto del territorio nacional -lo que se denominó a partir de los Acuerdos de julio de 1981 «café para todos»- y, más tarde, al hilo de los Acuerdos de febrero de 1992, sucede ahora. Una actualidad que sigue, por tanto, sin brindar respuesta a un modelo muy descentralizado de distribución territorial del poder político, pero que permanece aún abierto y no hemos sido todavía capaces de estabilizar. La recurrente ocurrencia prosigue siendo -y no creo que ésta sea la única ni la más acertada, como tampoco la realmente demandada por los ciudadanos- embarcarse irresistiblemente en una fase de revisión generalizada de los Estatutos de Autonomía con el objetivo de lograr -en la estela de las Comunidades en manos de los partidos nacionalistas- mayores cotas de autogobierno y de marchamo de auténtica nacionalidad. Por más que, como afirmara Rubio Llorente, presidente del Consejo de Estado (Sobre la conveniencia de terminar la Constitución), «la Constitución lleva a la abolición de toda diferencia porque la equiparación competencial de todas las Comunidades Autónomas es la solución congruente». Una carrera desaforada que requeriría un replanteamiento en profundidad.
Pero, en tanto llega la pertinente reconsideración sobre el vigente modelo autonómico -¡algo que ha señalado también expresamente el Informe del Consejo de Estado sobre la reforma constitucional de febrero de 2006!- las Comunidades Autónomas secundan (después vino Islas Baleares, y vendrán Aragón, Castilla-La Mancha, Galicia…), como en la imposible carrera de Aquiles para alcanzar a la tortuga, los pasos de su homónima catalana. La última de ellas fue, hace unos días, la Comunidad Autónoma de Andalucía, cuyo nuevo Estatuto se aprobó en el Congreso de los Diputados con el respaldo de todas las fuerzas políticas después de seis meses de tramitación (trescientos seis votos a favor con las únicas abstenciones del BNG y Eusko Alkartasuna). El único partido que no se sumaba a la fiesta, por considerarlo poco ambicioso, fue el Partido Andalucista, aunque al carecer de representación en la Cámara Baja no pudo formalizar su oposición. Pero el camino no ha sido fácil: el Partido Popular se manifestó en contra del texto inicial en su toma en consideración, debate y votación final en el Parlamento andaluz.
Un Estatuto de Autonomía que presenta en su última versión, no obstante, destacadas peculiaridades -tanto de orden político, como de naturaleza jurídica- respecto del Estatuto de Cataluña, que deseamos reseñar con cierto detalle.
Primera. Ninguno de los dos grandes partidos políticos nacionales -Partido Socialista Obrero Español y Partido Popular- es capaz de sustraerse a las expectativas autonomistas de más autogobierno, aunque no se haya recapacitado suficientemente sobre su justificación, alcance y aplicación. El mimetismo estatutario ha impuesto inexorablemente su ley de hierro: si se desea gobernar -ya sea a nivel nacional o autonómico- parece un suicidio quedarse al margen del proceso de ampliación de competencias por parte de las Autonomías que vertebran el Estado. Un Estado, entre tanto, cada vez más debilitado, ineficaz, residual e inane. ¡Cuidado con la deconstrucción del Estado!
Segunda. Como se ha producido en los casos de Cataluña y de la Comunidad Valenciana, más que de una reforma estatutaria debemos hablar, dado su relieve y extensión, de un nuevo Estatuto para Andalucía: de seis títulos se pasa a once, si contamos el Título Preliminar, y de setenta y cinco artículos a doscientos cincuenta, sin hacer mención a las consabidas disposiciones adicionales, transitorias, derogatorias y finales. ¡Más que un Estatuto de Autonomía se asemeja pues a una prolija Constitución! En él se desarrolla un pormenorizado listado de derechos sociales, deberes y políticas propias (entre los que destacan el testamento vital y dignidad ante la propia muerte, y la declaración de una enseñanza laica) en el Título I; se incrementan las competencias de la Junta (Título II); se crea un Consejo de Audiovisual de Andalucía (artículo 131), un Consejo de Justicia (artículo 144) y una Comisión Bilateral de Cooperación Junta-Estado (artículo 220); se consagra la participación en los órganos e instituciones del Estado (artículo 224); se alcanza más autonomía financiera, un compromiso de gasto del Estado y una Agencia Tributaria (artículo 181). Y algo más hoy en boga: la eliminación -se nos explica- del lenguaje sexista, con la expresión reiterativa, hasta la saciedad, pero horrorosa, de «andaluces» y «andaluzas», «diputados» y «diputadas», «presidente» y «presidenta», «ciudadanos» y «ciudadanas», y «funcionarios» y «funcionarias». No se ha hecho caso al Informe de la Real Academia, donde se afirmaba que tales desdoblamientos lingüísticos, desconocedores del «uso genérico del masculino gramatical», «son innecesarios, inadecuados y generadores de un lenguaje artificioso». Nosotros no estamos en contra de una política que promocione de forma activa la igualdad de las mujeres, pero tales medidas, además de ser gramaticalmente desafortunadas, complican de modo extraordinario la lectura de los preceptos estatutarios. ¡Pero, estamos, al menos de momento, ante una batalla perdida!
Tercera. El Estatuto andaluz sigue la línea de otros Estatutos de acuñar extraños neologismos constitucionales. En el presente caso, con la introducción de la expresión «realidad nacional». Una denominación -que hunde sus raíces en el Preámbulo del Manifiesto andalucista de Córdoba de 1919-, de difícil concreción constitucional y de contornos politológicos difusos, pero que ha querido salvar sus dudas de inconstitucionalidad con la remisión -en la Comisión Constitucional del Congreso- al «marco de la unidad de la nación española y conforme al artículo 2 de la Constitución». Además, su Preámbulo hace enunciaciones claras de asunción expresa de lealtad institucional: «Nuestro valioso patrimonio social y cultural es parte esencial de España…»; «Estos rasgos… constituyen una vía de expansión de la cultura andaluza en España…»; «… un pueblo que hoy tiene voz propia en el Estado de las Autonomías, tal y como establece la Constitución Española de 1978». La diferencia, por tanto, con el Estatuto de Cataluña es notable, limados en el Congreso sus excesos y racionalizados sus contenidos: no hay dudas de lealtad constitucional, reservas soberanistas, tibiezas de españolidad, ni excluyente bilateralidad. De ahí que se haya argumentado, y no sin razón, que «realidad nacional» es «poco más que una cita literaria o un adorno retórico».
Cuarta. Aunque lo más destacado del proceso estatutario andaluz es la prueba de que no sólo es políticamente adecuado, si no posible, el acuerdo de las dos grandes formaciones políticas nacionales -al que se ha añadido Izquierda Unida- sobre el modelo territorial. Un consenso que nunca, como pasó tristemente con el Estatuto de Cataluña, debió haberse quebrado, y que hemos de recuperar. Buen ejemplo pues de posibilismo político, de apelación al compromiso, a la transacción, al pacto y, en fin, al pragmatismo de alcanzar una solución coparticipada y común.
Quinta. Hemos de delimitar, en un futuro, un contenido más acorde con lo que es un Estatuto de Autonomía. No tienen sentido la regulación en ámbitos de derechos y deberes fundamentales, las ansias expansionistas en materia financiera -¡imponiendo al Estado lo que debe gastar!- y la pretensión de congelar materias que no son de su competencia. Por el contrario, echamos en falta la atención a los asuntos que interesan a la ciudadanía (educación, sanidad, empleo, etc.), la afección por los elementos comunes y la apuesta por políticas de coordinación y colaboración interterritoriales.
Quedamos ahora a la espera de su paso por el Senado -que no se vislumbra, dados los pactos reseñados, complicado-, con la vista puesta en el 28 de febrero de 2007, donde se prevé su sometimiento a referéndum. ¡Así que, aunque sigo teniendo serias dudas de que el cordobés y sabio Maimónides dedicara hoy sus esfuerzos a tales procesos estatutarios, su hacer no lleva, como el que vino de Cataluña, la mano de Companys!
(Pedro González-Trevijano es rector de la Universidad Rey Juan Carlos)
Pedro González-Trevijano, ABC, 20/1/2006