José Alejandro Vara-Vozpópuli
Sensación de ahogo en la Zarzuela. La campaña de descrédito de la Corona sigue su marcha infatigable. El Rey se abraza a la prudencia. ¿Hasta cuándo?
Era el fatídico 14 de abril. Plena pandemia. Había transcurrido un mes de la famosa carta en la que Felipe VI rompía formalmente con su padre. Rechazaba su herencia y le retiraba la asignación oficial fijada en los presupuestos. Ese día, aniversario de la II República, el monarca visitó una dependencia castrense. Lo hizo con el uniforme de capitán general. Mesnadas de trolls enloquecidos y fanáticos inundaron las redes con espumarajos repulsivos, animados por un comentario de Pablo Iglesias ferozmente crítico con el hecho de que el jefe de los Ejércitos aparezca frente a las tropas vestido de militar y no de banderillero.
Cacerolada de corrala
Atacar a la Corona es uno de los pilares de la acción política de Pablo Iglesias. Lo hacía antes de entrar en el Gobierno y lo hace ahora, aún con mayor empeño. ‘Muerte al Borbón’ es una de las frasecillas favoritas de las redes moradas. Ahora retumban con virulencia mayor. Ni siquiera al entrar al Gobierno. No disimulan. Podemos celebró el primer día del estado de alarma con una cacerolada de corrala contra la Corona. No le preocupaban los muertos olvidados, ni los ancianos abandonados (área de Iglesias), ni los médicos maltratados. Su única obsesión en esas horas de angustia era la Corona.
Decía Iglesias, (da lo mismo cuando lea esto), que aunque respeta las leyes, «el pueblo no está dispuesto a tolerar ciertos privilegios, ni la corrupción o la impunidad». Atributos, todos ellos, que caracterizan a la institución monárquica, cabe deducir de las palabras del líder peronista. El CIS de Tezanos le contradice, seguramente muy a su pesar. Las noticias referidas a las actividades subrepticias de don Juan Carlos apenas le preocupan al 0,3% de la sociedad, que, por cierto, sitúa a la Monarquía en el puesto 35 de los 38 problemas del ranking nacional.
Su alto nivel de paciencia quedó demostrado al recibir en Palacio, uno a uno, a todos y cada uno de los miembros del Gobierno, cuyo nombre, ignoto y prescindible, seguramente ni Sánchez recuerda
El asedio crece, la campaña se descontrola y el margen de maniobra de Felipe VI se estrecha. Pedro Sánchez le restringe la agenda, le coharta los movimientos, le quiere arrinconado y encogidito en la Zarzuela. No da que hablar. El alto nivel de la paciencia regia quedó demostrado al recibir en Palacio, uno a uno, a todos y cada uno de los miembros del Gobierno, cuyo nombre, ignoto y prescindible, seguramente ni Sánchez recuerda. Son tantos y tan insignificantes. Estuvo amable y sonriente. Y juran testigos presenciales que no bostezó. Apenas recogen sus actos en los medios públicos, en especial en TVE, donde se le trata como con un ofensivo menosprecio.
Sánchez no puede salir de casa por miedo a una tormenta de pitos e insultos. Despierta en la calle un cierto odio y una acendrada repulsa. Y viceversa
Sánchez le concedió la gracia de asistir a la reapertura de la frontera con Portugal. Había dudas en la Casa Real sobre las intenciones de Moncloa, pero no hubo más remedio ante la asistencia del presidente portugués. Recorren ahora los Reyes todas las regiones de España, desde Canarias hasta Cataluña, en una tournée necesaria y algo improvisada, una maratón interminable y fatigosa en la que reciben cariño y aliento de la gente. Sánchez no puede salir de casa por miedo a una tormenta de pitos e insultos. Despierta en la calle un cierto odio y una acendrada repulsa. Y viceversa. Sánchez sólo se reúne con un grupo superior a diez personas si se trata de un acto de su partido. «Parece muy audaz, pero es cobardón», dicen algunos veteranos socialistas.
La Institución empieza a emitir claras señales de agobio. La campaña de hostigamiento sube de tono. La excusa son ahora andanzas presuntamente non sanctas del Rey padre. Sánchez pegó un estruendoso volantazo esta semana al abordar el affaire. Se apeó de su tradicional cautela y el habitual respeto a la labor de la Justicia, y calificó las noticias de «inquietantes y perturbadoras». Parecía un gesto de protección al Monarca, un intento de blindarle ante contratiempos futuros de los tribunales suiza o española. No fue así, sino todo lo contrario.
Sánchez se adentró sin titubeos a este cenagoso asunto que, hay que recordar, todavía se encuentra en fase previa en los tribunales, señaló abiertamente al anterior jefe del Estado, impulsor y fundador de nuestra actual democracia. Una iniciativa sin precedentes que compromete en forma severa a la Institución, donde las palabras de Sánchez («informaciones inquietantes y perturbadoras») se recibieron con disimulada perplejidad. Los corifeos de los medios adictos, la prensa del movimiento sanchista se empeñaron en presentar como un generoso e inteligente gesto del presidente del Gobierno hacia Felipe VI para reforzar el vértice del Estado. No hay tal. Una cosa es que el Rey levante un muro infranqueable entre él y su padre para salvaguardar a la Corona y otra bien distinta es que el jefe del Gobierno se meta de hoz y coz en un asunto que se encuentra bajo el escrutinio de la Justicia.
Se tapan los gritos silenciosos de 45.000 muertos, se disimulan los líos de faldas y togas del vicepresidente, se camufla el estado de creciente necesidad económica en el que ya entramos
Al día siguiente se despejaron las dudas. El presidente del Gobierno lanzó otra advertencia al Monarca: hay que ponerle límites a la inviolabilidad y el aforamiento del la Institución. Un asunto técnicamente casi imposible y socialmente anecdótico, puesto que su relevancia en la opinión pública es menos que cero. Sánchez, sin embargo, opta por mantener el dedo en la llaga. Este ruido atrabiliario en torno a la Monarquía encaja a la perfección en la agenda del Gobierno. Se tapa el grito silencioso de 45.000 muertos, se disimulan los líos de faldas y togas del vicepresidente, se camufla el estado de creciente necesidad económica en el que ya entramos y nos enredan en un peligroso jugueteo con el pilar básico del edificio constitucional.
El Rey, mientras tanto, cumple con franciscana obediencia el programa que le diseñan. Siempre con el tono adecuado, la palabra oportuna, el gesto preceptivo. En Moncloa hay quien se mofa de esta actitud tan dócil. «No parece un Rey», comentan funcionarios con trienios. En la Zarzuela algunos piensan en modo parecido. ¿Por qué no se mueve? La Constitución señala con rotunda claridad las funciones de la Corona. Símbolo de la «unidad y permanencia» del Estado, así como de «arbitraje y moderación» de las instituciones. Mera representación ornamental y simbólica. O no. El discurso del 3 de octubre contra el golpe en Cataluña evidenció que la Corona, en el modo y momento oportuno, es algo más que material de utillería.
La revolución en marcha
El margen de maniobra que le otorga la Carta Magna es más bien escueto, desde luego. Pero caben otras opciones. «Es mejor moverse antes de que te echen», comentan en los mencionados círculos próximos a la Casa. El proyecto socialcomunista ya no admite dudas. Puesto en marcha por Rodríguez Zapatero, reanimado por Iglesias, secundado por ERC y difundido por Roures, Sánchez no hace más que deslizarse por el engrasado sendero que conduce hacia un escenario que también le agrada. No quiere Rey alguno que le haga sombra, no quiere obstáculo alguno que se interponga en su marcha hacia su lugar en la historia como presidente de la República.
La Corona está en peligro. No es una frase hecha de tertuliano de taberna o de fogoso taxista. Llueven advertencias y sugerencias sobre la Zarzuela de emisarios amigos. «Hay que hacer cosas, enviar gestos, demostrar que estás vivo. Que no tienes que pedir permiso para ejercer de Rey», deslizan estos espíritus inquietos, como las Efémeras de Galdós. Sugieren, por ejemplo, una reunión con los expresidentes del Gobierno, al estilo del Rey padre, con perdón. Felipe González estaría encantado. Y Aznar, por supuesto. O también un encuentro largo y frondoso con los jerifaltes del Ibex. Esas fotos seguro que causan algún impacto. O frecuentar intervenciones más comprometidas, mensajes más beligerantes, más expresivos a favor de la democracia, del Estado de Derecho, de la libertades políticas y económicas y contra toda esa corriente de veneno ideológico procedente de Caracas que se ha apoderado del cuerpo entero del Ejecutivo. Nada de borboneo para nombrar ministros o premiar a los amiguetes de correrías cinegéticas. No se trata de politiqueo de palacio, entre ruido de gintonics y chistes de mal gusto. Se trata de salvar la Institución.
Siete minutos es el tiempo que le han concedido al Rey para dirigirse a la Nación desde que estalló la pandemia. Y sin embargo, cada fin de semana, se emitía sin falta el ‘Aló presidente’ en conexión nacional. Sánchez ha colocado a don Felipe en el rincón más oscuro del edificio del Estado, donde ni se le ve ni se le escucha. En una muestra de desprecio feroz, ya hasta le borran de las convocatorias de los actos, como se comprueba en la tarjeta del homenaje a los caídos del día 16, como publicaba Vozpópuli.
La estabilidad de la monarquía española está a años luz de ser la del Reino Unido, o incluso la de Noruega o Suecia, por hablar de democracias coronadas en nuestro entorno europeo. Han sonado todas las alarmas, todas las luces rojas se han encendido. «Hay que ir con cuidado, hay que evitar tensiones con Moncloa», deslizan sigilosamente los prudentes consejeros de Palacio. Hay quien empieza a temer que al Rey se le ponga cara de Alfonso XIII y dé en pensar en Cartagena. Lo malo es que en su barbado rostro algunos adivinan un peligroso aire a lo Saboya.