Mal consentido. La complicidad del espectador indiferente

Ficha

– Título: Mal consentido. La complicidad del espectador indiferente
– Autor: Aurelio Arteta
– Alianza Editorial
– 16 x 23,5 cm.
– 320 Páginas
– 20 €, IVA incluido
– I.S.B.N.: 978-84-206-8315-7
– Octubre 2010

Reseña

Ante los males sociales o daños públicos, lo habitual es limitar sus dimensiones al mal que se comete y al que se padece. El agresor y su víctima, no hay otros protagonistas. ¿Hará falta tachar esa mirada, además de simplista, de interesada? Así lo cree Aurelio Arteta al ofrecer estas reflexiones que tienen a la sociedad vasca contemporánea como su primera inspiración. A diferencia de los males de naturaleza privada, los públicos no sólo los causan unos pocos y los sufren bastantes, sino que requieren a muchos más que los consientan. Estos son quienes colaboran en aquellos daños mediante su abstención, adquiera ésta la forma de silencio, disimulo o cualquier otra. En realidad, es el modo más abundante de comparecer el mal. Pues cabe esperar que no seamos agentes directos del sufrimiento injusto y más probable resulta que nos toque figurar como sus pacientes. Pero lo seguro es que nos contemos a menudo entre sus espectadores. Y entonces no podrá esquivarse la cuestión de si nuestro conformismo e indiferencia ante los daños que contemplamos nos convierte asimismo en sus cómplices.

Comentario de José María Romera:

Huir del peligro es comprensible; pero negar la existencia del daño para no comprometerse en su remedio es reprobable. El libro de Aurelio Arteta desmonta las coartadas del espectador pasivo y aborda las implicaciones éticas del «mal de dejar hacer el mal». Un excelente manual de navegación para ciegos.

«Toda abstención es complicidad». Simone de Beauvoir

Una persona está maltratando a otra en una estación de metro, en la acera de una avenida, en un vagón de tren, mientras a su alrededor los transeúntes pasan de largo u observan la escena indiferentes. Las cámaras de vigilancia graban frecuentemente hechos de este tipo que a veces pasan al tribunal catódico. Ahí son sometidos al juicio público de unos televidentes indignados, muchos de los cuales habrán sido testigos directos de situaciones similares en las que optaron por no intervenir. Siempre hay excusas: no conviene meterse en camisa de once varas, quién sabe qué pleito tienen entre ellos, aunque ahora evitemos la agresión no tardará en volver a producirse en cuanto el agresor nos pierda de vista, no nos corresponde el papel de la policía a la que pagamos con nuestros impuestos.

Conocemos bien esta figura del espectador desentendido. Tan bien, que podemos encontrarla al vernos en el espejo. Rara es la persona que en alguna ocasión no haya desviado la mirada en presencia del mal deliberado, ya sea en forma de una pelea callejera, ya se trate de los crímenes terroristas. En torno a ella ha reflexionado Aurelio Arteta en su último libro (‘Mal consentido. La complicidad del espectador indiferente’, Alianza, 2010), un minucioso análisis de las conductas individuales y colectivas relacionadas con el consentimiento del daño, a la vez que una profunda reflexión ética sobre el particular. Arteta se adentra en lo que Primo Levi llamó la «zona gris», ese extenso y muy habitado lugar donde los individuos se cobijan para no atender a la llamada del compromiso.

Son diversas las causas de la huida. La primera de todas no admite discusión: «la gente tiene miedo y trata de disfrazarlo de múltiples maneras», advierte el filósofo. Nos desentendemos de los problemas ajenos por cobardía. Pero al penetrar en la zona gris el miedo nos lleva más lejos que a una simple reacción timorata de supervivencia. Consigue que nos distanciemos de la víctima y nos aproximemos al verdugo, que tendamos más fácilmente a la identificación con el autor del daño que a la defensa de quien lo sufre. Necesitamos sentirnos buenos e inocentes. Hace falta encontrar alguna justificación, aunque sea remota, de la acción del agresor para poder justificarnos a nosotros mismos.

Un rosario de silencios, ambigüedades, concesiones y consentimientos acompaña el paso del espectador por el lugar de los hechos. Es un paso gregario, como en una procesión de rostros anónimos que se niegan unos a otros el derecho a disentir del dictado de la masa. Sólo el héroe se atreve a salir de la fila y a desafiar el desprecio de la mayoría silenciosa que lo mira con resentimiento, consciente de que queda en evidencia. El grupo tiende a desdibujar el mal y a difuminar la responsabilidad; el individuo aislado, por el contrario, está más dispuesto a socorrer al perjudicado.

¿Y la piedad? ¿No hay un impulso casi natural que nos acerca al doliente, por más que nuestros miedos y nuestras prevenciones actúen en la dirección opuesta? Hanna Arendt -recuerda Arteta- observó que el problema más importante con que tropezaron los nazis fue vencer la ‘piedad animal’ que sienten todos los hombres en presencia del sufrimiento ajeno. Sin embargo, también la insensibilidad moral es posible. Se obtiene, por ejemplo, mediante el distanciamiento y la devaluación de la víctima. El insidioso «algo habrá hecho», tantas veces oído en otro tiempo con motivo de los atentados de ETA, era muy revelador: minimizaba la acción criminal a la vez que devaluaba a la víctima reduciéndola a la condición de sospechoso. De ese modo el espectador encontraba una escapatoria a su incomodidad moral y se situaba en un terreno más confortable.

A estas y otras causas de la indiferencia desgranadas por Arteta en su libro se añaden las no menos abundantes excusas del testigo desentendido. Una de las más frecuentes es la falsa tolerancia. No somos quiénes para juzgar a nadie, dice el indiferente. Así el relativismo moral ampara el pretexto de Pilatos favoreciendo la impunidad de Herodes. Cuando los más responsables de nuestros conciudadanos denunciaban la ‘equidistancia’ de no pocos intelectuales, estaban advirtiendo de los riesgos de esa imparcialidad pasiva, nimbada de equilibrio, ponderación, tan apreciable en muchas esferas de la conducta (según el clásico «in medio est virtus») como peligrosa aplicada a la acción cívica. Y muy cercana a ella aparece la excusa tópica de la complejidad del problema. Según ella, no es posible tomar partido (o lo que es lo mismo, se puede tomarlo ladinamente en favor del verdugo) dada la existencia de un «conflicto» de mayor magnitud y demasiado enrevesado como para atreverse a castigar o condenar a nadie.

Huir del peligro es comprensible; pero negar la existencia del daño para no comprometerse en su remedio es reprobable. El libro de Aurelio Arteta no sólo desmonta las coartadas del espectador pasivo, sino que a partir de ahí aborda las implicaciones éticas del «mal de dejar hacer el mal». Un excelente manual de navegación para ciegos.

José María Romera, EL CORREO, 24/10/2010