Antonio Rivera-El Correo
Consuelo de tontos. Pero de esos tontos muy tontos. De los que se niegan doctrinariamente a reconocer los datos de la realidad. De los que anteponen sus creencias a la reiteración de evidencias y datos objetivos. De los que piensan que su ideología está por encima de su obligación como servidores públicos.
Somos la región que más dinero invierte en educación, hasta el doble que algunas otras españolas, y somos la que desde 2012 viene cosechando los peores resultados. En términos económicos eso indicaría una productividad nefasta y sería indicativo suficiente de que algunas cosas se están haciendo mal o de que el método que se viene aplicando no funciona bien. Sus responsables durarían minuto y medio en el puesto.
Todo ha empeorado desde la pandemia. Hemos salido peores, y no solo en la educación, sino en otros servicios públicos. Nos ha pasado a todos, es mal europeo, pero eso no puede consolar a los campeones habituales del ranking, a quienes se solazan a cada momento comparándose con Estados para aparecer entre los mejores, a quienes encuesta tras encuesta se reconocen por encima de sus vecinos y al nivel de las grandes potencias en cada cosa.
Ahora resulta que salimos mal en la foto. No en esta última, en la foto finish de 2023, sino en las que se vienen tomando desde hace diez años. Lo nuestro no es coyuntural, sino estructural. PISA está reiterando que tenemos un problema que nos negamos a abordar porque suponemos que hay valores superiores a los miserables resultados de aprendizaje. Suponemos que la lengua o lenguas en que se aprende o los sistemas público o privados en que se enseña son lo esencial -esos han sido los debates estrella de la futura Ley de Educación-, y no tanto los resultados de servicio público que conseguimos con unas y con otros. Pues no: lo importante son los resultados y no la farfolla ideológica que se agazapa detrás. Ese es el cambio de ciclo político que se está produciendo en Euskadi y que solo algunos ven: llevamos más de cuarenta años autogestionando nuestros servicios públicos y gastando de nuestro dinero sin dar un duro de más a nadie fuera de nuestras fronteras, y el resultado es comparativamente malo. O sea, la gestión, en algún punto de la cadena de valor, es deficiente, mejorable, criticable. Eso es lo que está pasando.
Y en la educación, a diferencia de la sanidad o de otros servicios, el mal no es universal, sino que se está concentrando en los sectores más débiles. Los datos de PISA para los inmigrantes son sencillamente obscenos. Que la región que más gasta y que más se pavonea de ser la más solidaria de Occidente presente esos datos, sencillamente significa que consciente o inconscientemente se está negando el futuro a la parte más sensible de nuestra ciudadanía, que seguro que no se limita a los inmigrantes, sino también a los sectores menos pudientes, aquellos que no se pueden pagar un plus de atención familiar o extraescolar para sortear las incapacidades de la escuela en diversas materias.
Si la escuela es el ascensor social por excelencia, aquí identificamos núcleos de población condenados desde infantes a ver sus alas cortadas, a reproducirse en términos de clase sin poder aspirar a ser otra cosa que lo que fueron sus padres. Son pocos -no muchos, porque en este debate parece que todos tenemos mucho que callar- los que vienen terciando en este asunto para denunciar que se está haciendo un traje único en el que se pretende encajar a los que son muy diferentes. Incluso que se pretende un traje único para los que se sabe de sobra que nunca se van a poder probar ese atuendo. Hemos decidido prescindir de ellos por mor de valores que consideramos más sublimes. Si es así, que se diga de una vez, porque es lo que está pasando. Y los números no engañan.