Juan Carlos Girauta-El Debate
  • Tienen, tenemos tanto que lamentar los herederos de la gran cultura europea por aquella súbita pudrición, por los que se plegaron a la voluntad de Hitler, por dar credibilidad a «Los protocolos de los sabios de Sión», por las excrecencias políticas del romanticismo alemán, por el bárbaro cienticifismo racista

¿Qué fue eso de Eurovisión? Nos pasó por delante, volando, un artefacto extraño. Estúpido y ligero, acusaba a la vez (y eso era atroz) el peso de un viejo dolor indescriptible. Exhibía, obscenamente mezcladas, frivolidad y trascendencia. Un remedo malintencionado del Aleph visto por Borges: no contenía todo el universo, pero sí la abominable, infinita burla del acontecimiento que había roto la historia de la humanidad. Políticos, jurados y periodistas invirtieron la culpa del genocidio industrial europeo. La fiesta gay y hortera afrentó a la superviviente de un pogromo y reivindicó a los asesinos de gays, a los carniceros de festivales musicales. Peña burbujeante y eurovisiva, Europa que nunca tendrá perdón por el Holocausto, sois una.

Quizá la conciencia de no tener perdón como civilización haya provocado el olvido de lo que tantos alemanes de bien insistieron en grabar a fuego. Suscribo la tesis de Habermas según la cual Alemania murió por cometer el Holocausto. Para el filósofo, un alemán no podría ser ya nunca un patriota, salvo que lo fuera de la Constitución de la RFA. Von der Leyen ambiciona todo el poder, pero como patriota europea; como alemana no puede. Mientras, unos cuantos torpes, tipos que hablan de oídas, han robado a Habermas la expresión «patriotismo constitucional» para usarla en países vivos, como España.

El olvido colectivo y el descuido en las lecturas (pero sobre todo en los enfoques: anteojeras) son catástrofes culturales para las que no estábamos preparados los que vivimos el tiempo en que Europa recordaba y callaba, se arrepentía y callaba, y solo hablaba para insistir en su obligación histórica y metafísica de no volver a tocar un pelo, de no volver a lanzar un aserto discriminatorio contra un judío nunca más en la eternidad. Europa carga con el siglo pasado. Lo lleva a la espalda y, cuando gira la cabeza para echar un vistazo al paquete revive la maldad industrializada; recuerda cómo se pudrió de repente un mundo culto, refinado, sofisticado, transgresor en las artes, asombroso en las ideas. Tienen, tenemos tanto que lamentar los herederos de la gran cultura europea por aquella súbita pudrición, por los que se plegaron a la voluntad de Hitler, por dar credibilidad a «Los protocolos de los sabios de Sión», por las excrecencias políticas del romanticismo alemán, por el bárbaro cienticifismo racista. Por cierto, los padres de los insoportables nacionalismos catalán y vasco se lucieron a este respecto.

España, pese al apoyo del Eje durante la Guerra Civil, se dedicó a salvar judíos durante el Holocausto. Deberíamos celebrar esa cara del franquismo con regularidad y reconocimiento a sus diplomáticos. Sin embargo, la España del siglo XXI se suma a una ignominia con la que no cargaba. Así, el psicópata Sánchez no ha dejado de exhibir un antisemitismo de activista desde el pogromo del 7-O. Introdujo la ignominia en el fútil festival, la nada con lentejuelas. El llamado «voto popular» español le corrigió con lo que el ministro israelí de la Diáspora llamó acertadamente «un bofetón».