ABC-JON JUARISTI

O del regreso triunfante de los demonios familiares de España

«PIDO que España expulse a sus demonios», escribió el poeta Jaime Gil de Biedma, del que mis estudiantes de Alcalá no han oído hablar y que fue tío de Esperanza Aguirre, parentesco este, por cierto, más cierto y menos turbio que el de la alcaldesa de Móstoles con el Abuelo y patrón laico del gremio de tipógrafos y linotipistas, San Pablo Iglesias Posse. Mis pocos y viejos amigos socialistas, pues alguno me queda, afirman que la señora Posse ha traicionado la ética del PSOE, y me entra la risa, porque tal supuesta ética es y ha sido siempre pura pose. Fatalmente, pose es anagrama de PSOE, y Posse también, con una ese sobrante y más razón. El PSOE ha sido siempre Posse y pose, y, en cualquier caso, ya que de traiciones y santidades laicas y laicistas hablamos, recuerdo a mis pocos y viejos amigos socialistas una coplilla popular: «De los doce Apóstoles,/ uno era de Móstoles./ Por salir de dudas:/ se llamaba Judas».

Las traiciones han abundado siempre en la política, pero han sobreabundado en la izquierda. A veces, si bien muy pocas veces, para provecho general. Hace treinta años, tras el primer sexenio socialista en España, los franceses Denis Jeambar e Yves Roucaute publicaron un «Elogio de la traición (o del arte de gobernar de los renegados)» en el que ponían como ejemplos del buen gobierno a los artífices de la transición española, subrayando la importancia de la traición de Felipe González al marxismo zarrapastroso de su partido. Hubo, por supuesto, otros renegados ilustres y benéficos del otro bando. Renegado, según el DRAE, es aquel «ha abandonado voluntariamente su religión o sus creencias», y el mismo diccionario le da como sinónimo apóstata, lo que revela un atavismo clerical en el lexicógrafo (personalmente, prefiero otra definición más actualizada: «persona que abandona públicamente sus ideales y lealtades políticas o religiosas para seguir otros»). En España, la condición de renegado se resiente de la hostilidad pretérita al elche, el cristiano pasado al islam, el renegado por antonomasia. El renegado bueno, el que reniega de su religión para pasarse a la tuya, no es un renegado, sino un converso, alguien que ha visto la luz.

Y luego están los tornadizos. Los que retornan o regresan a la religión o a los ideales que ellos o sus mayores abandonaron por otra. Los tornadizos del socialismo español querían volver al socialismo cañí, al de la guerra civil y la lucha de clases, pero nunca se vuelve al hogar del que se renegó. Uno encalla en los fantasmas del deseo y allí se queda, vagando en una galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas, como en las novelas de Pérez Zaragoza. El franquismo, decía Jaime Gil de Biedma, ofrecía a todos los españoles un billete de vuelta al siglo XVII. El destino final del tren blindado de Sánchez no ha sido la República de Trabajadores («this train is bound for glory», cantaban los de la Quinta Brigada), sino la cara oscura y gótica del siglo XVIII, no la de las Luces, sino la de las Noches de Young y las ídem lúgubres de Cadalso y las comedias de magia y patas egabrenses y las pinturas negras de Goya. El tren chuchú del PSOE del siglo XXI nos ha arrastrado a todas y todos hacia un tiempo de exhumaciones rencorosas y difuntos pleiteados, cuyas almas sin reposo persiguen a la Bruja de Cabra hasta la cúpula de Brunelleschi en densas bandadas de cabezas de querubes con alas de murciélago, como en el tenebroso verso de T.S. Eliot, mientras en las estribaciones del Sistema Central un puñado de monjes negros se apresta a defender con sus vidas un cementerio y muchedumbres de viejos creyentes elevan plegarias por la conversión de los jesuitas y del Papa.